viernes, 15 de julio de 2011

Tenía once años...

Tenía once años para cumplir los doce. Once años pero de los de hace veintitantos, que hoy los niños con once años te dan once vueltas a la derecha y otras once a la izquierda, y a lo mejor les sobra para darte alguna más o mandarte directamente al carajo. No… mis once años eran ONCE años de los de toda la vida: sin videoconsola, sin netbook y sin tuenti.

Acababa de entrar en Segunda Etapa, y en el piso de arriba de mi colegio de monjas. No me gustaba correr, no me gustaba saltar, no me gustaba andar ni jugar al baloncesto. Era un pato mareado, y no sabía bailar las Sevillanas.

No iba malamente en el colegio. Aparte de Gimnasia, que la tenía MD (natural: Muy Deportiva) desde los seis años, y las matracas, que las venía aprobando por cinco décimas desde los siete… no iba la cosa del todo mal.

Comía por siete, pero la gordura nunca fue un problema para mí. Al fin y al cabo, bonita, lo que se dice bonita, nunca lo fui, ni sin gordura ni con ella… aunque eso, la verdad, tampoco me importaba demasiado. Si yo disfrutaba como un cochino en un charco comiendo… ¿por qué me iba a privar?, ¿para que no se me quedaran chicos los chándales y los uniformes a mitad de curso?.

Mis más preciados valores eran Perlita Blanca, mi muñeca repollo recién salida de fábrica, y mis dos perritas Poochie: “la de verdad”, toda de peluche en blanco y rosa, y la de plástico, que por dentro era un tampón de tinta de colores.

Soñaba con tener unas manoletinas de charol de las que siempre había en el escaparate de la zapatería de los columpios rojos, un canario flauta y el muñeco que estuviera de moda por Reyes. No había más.

Bueno… sí, sí había más: también soñaba con tener unos zapatos de tacón y un traje de gitana, que tuviera muchos lunares rojos de esos enormes de galleta, y a ser posible de Las Pardales, que según mi madre eran unas muy famosas que cosían.

En mi casa, no gustaba la Feria, para qué nos vamos a engañar. La verdad es que hubiera sido un puntazo imaginar a mi padre vestido de corto, con sombrero incluido… y a mi madre un poco piripi de finito o de manzanilla.

Yo la verdad es que la Feria no la echaba de menos (ahora sí, ahora sí que la echaba si pudiera… pero de Pernambuco para allá). A lo mejor por que eso de los cacharritos no era para mí, que yo me subo en las escaleras mecánicas de esos grandes almacenes que hay en la Plaza del Duque y ya voy agarrada hasta a mi corazón. O porque nunca tuve demasiada suerte con las rifas, y la única tómbola que me gustaba era la pequeñita que se hacía en mi colegio de monjas el día de la fiesta de final de curso, que para montarla traíamos todas los juguetes viejos de cada casa, las muñecas de trapo de dos cumpleaños atrás, los cuentos de colorines y los Juegos Reunidos Jeyper.

Yo, Feria, Feria, lo que se dice Feria… A mí no me llamaba la Feria.

Yo lo que quería era un traje de gitana y unos zapatos de tacón de la tienda de los columpios rojos.

Y en casa tuvieron la genial idea de que a la niña no se le compraba traje de gitana como no supiera bailar las sevillanas.

Todas las compañeras del colegio tenían traje de gitana. Años después me enteré de que muchas de ellas no sabían bailar las sevillanas. Pero el caso es que yo no sabía bailar las sevillanas. Y claro… sin sevillanas no hay traje de gitana, y menos de Las Pardales.

Hasta que un día me decidí a aprender las sevillanas.

Y he aquí que iba un Lunes dos de Febrero de finales de los ochenta, a las seis menos diez de la tarde, una servidora que aquí suscribe, comiéndose un bollo con Fuagrás Bolado, con el uniforme de Calasancias, unas castañuelas de Filigrana de papel prensado con cintas colorás, como las de La Canastera, y mis tacones negros recién comprados en la zapatería de los columpios rojos, de esos baratos de las hebillitas, andando plácidamente por donde la tapia de La Catalana de Gas, que hoy ya no hay ni tapia, ni Catalana… ni acaso existe el Fuagrás Bolado… camino de una academia de barrio, que era de la que enseñaba baile en el colegio a la hora del recreo, y que estaba en una bocacalle de la Avenida de Felipe Segundo, cuando Felipe Segundo era avenida… que hoy en día la han dejado en callejón y va sobrado de nombre.

Y mira que la monja que me daba Ciencias me decía: “Laurita, Laurita… Si Lourdes es capaz de enseñarte a ti antes de que te canses la primera sevillana… yo le pongo a Lourdes un monumento en el medio del patio del colegio”. A la buena mujer -eso sí: de poca fe- le faltó decir que si me enseñaba mínimamente a hacer el paseíllo iban a quitar de la capilla a la Pastora e iban a poner una fotografía de la profesora de baile, con palillos de Filigrana incluidos. …La de veces que después me he acordado yo de esa mujer y de sus proféticas palabras (y de la santa de su madre, de camino)…

Pero yo estaba dispuesta a tener mi traje de gitana, de Las Pardales, por supuesto, y para la cuenta que le había echado a la jodía monja desde que me preparó para la Comunión

Y bueno… así fue. Para Abril tenía traje de gitana y las cuatro sevillanas aprendidas (entre alfileres, pero aprendidas). Eso sí: el traje me lo hizo una de Rochelambert, no Las Pardales. Cosas de mi amantísima madre: toda la vida prometiéndome un traje de Las Pardales y ahora me lo hace una de Rochelambert, la que se lo hacía a mi amiga del colegio de monjas…

Pero resultó que para entonces ya no me importaba tanto mi traje de gitana, ni que me lo hicieran Las Pardales, ni que tuviera muchos lunares rojos de esos enormes de galleta... Me llamaban más mis zapatos negros de tacón, de esos malos de la hebillita que vendían en la zapatería de los columpios rojos, y mis castañuelas de Filigrana de papel prensado, con cintas colorás, como las de La Canastera.

Tenía casi doce años. En la segunda evaluación me acababan de dejar colgadas las matemáticas, pero había sacado un suficiente en Educación Física.

Soñaba con bailar en la fiesta de fin de curso de mi colegio de monjas, y con unas zapatillas rosas de ballet que había visto en Deportes Zeta.

A la monja que me daba Ciencias la mandaron al colegio de Sanlúcar y vino otra de Sanlúcar a la que le echábamos menos cuenta todavía.

Empezaron las clases de ballet, los primeros ensayos encerrada en mi cuarto, las broncas en casa (¡¡Esta niña… que no estudia!!, ¡¡todo el día bailando con la música a toda voz!!), los discos de Los Romeros de La Puebla, la primera falda de ensayo, la moñera de crochet de lana rosa…

Las rabonas al revés: mamá, me voy un rato a la calle… (a la calle de la academia, y con las castañuelas escondidas en los bolsillos). Los ratos perdidos en la capilla del colegio, contándole tanto como anhelaba bailar a una Virgen con cara de niña, vestida con un chaleco de borreguito y un manto azul celeste, que tenía dos ovejas -una a cada lado- y un Niño Dios sentado en el regazo, vestido de pastorcito. Los primeros poemas, que hablaban de Pastora y Baile, de vocación, de libertad, de mí, de mi academia y mi colegio de monjas. Los fandangos de Niña Lola, las rumbas de Bambino, Rosa, La novia del campesino, Compasión, Marinería, Amanecer en el puerto, Andaluces de Jaén, Cigüeñas de Palacio… alguna de Claudio Baglioni…

Creía, cosas de la inexperiencia, que me había hecho mayor. Que había inventado la palabra Vocación, y con ella Amor, y con todas Danza.

Se me fue haciendo pequeño mi colegio de monjas, igual que se me quedaba chico el uniforme gris de cada curso, de Septiembre a Junio. Quizá por eso me empezó a gustar. Le dejé de tener tanta tirria a Madre Dolores, sobre todo porque en Sanlúcar hacía menos pupa con la tabla periódica y con los “patos de Federico” y los “pitos de…”. Bueno… no me acuerdo de quién eran los pitos.

Me puse a dieta para poder bailar mejor.

Después…

Después vino todo lo demás.