lunes, 27 de agosto de 2012

La vie en rose


Mediodía de Sábado. Agosto agoniza lánguidamente, sin querer dejar de ser Agosto todavía. Apogeo de luz en la calle Feria. Acabo de salir del Mercado, y tiro para atrás, para la Cruz Verde, para comprar algo en los chinos de la esquina de González Cuadrado.

Voy cargada. La verdad es que no sé muy bien por qué no lo hice al revés: primero acercarme a la Cruz Verde, y luego al Mercado. Probablemente entré desde la Alameda a la altura del Mercado, y no quise esperar más para llevarme mi col, mis papitas nuevas, mi sandía y unas uvas que estaban diciendo en el puesto “co-me-mé”.

Camino. Quizá es poco comprensible el efecto imán que ciertos lugares de mi ciudad causan sobre mi persona. Es algo que me penetra por los ojos, por los oidos, por la piel acaso... pero que difícimente podría explicar. Yo no nací en la calle Feria. Ni en la Alameda. Ni en San Lorenzo. Mi niñez y mi juventud transcurrieron entre dos barriadas de extramuros, una al Norte y otra al Sur de la ciudad. No recuerdo haber jugado en la Plaza de San Lorenzo, ni ir con mi madre al mercado de la calle Feria. Acaso, de muy niña, pasar por la Alameda la tarde de algún Domingo buscando la puerta de una iglesia, no recuerdo cuál. Sin embargo, algo me llama poderosamente a perderme en este paisaje, o paisanaje que, por alguna escondida razón, no me es extraño.

Me hago una con todo lo que me rodea. No pienso. Sólo camino. Se me olvida la carga, quizá de tan asumida. No me molesta el sol, ni el calor. Y no sé por qué, porque el termómetro, probablemente, roza los cuarenta.

Llego a la esquina de la Correduría y tiro para adentro. Y paro. Me llaman a la atención unas notas que salen de algún balcón. Es un piano. No podría jurar que fuera alguien que estuviera tocando dentro, en alguna casa, o quizá una grabación. Incomprensiblemente el eco de aquel sonido me llegó más claro al alma que al oido. Me quedo inmóvil, por un momento. Me siento como una paloma dejando que el sol le entre por entre las alas. Quizá fuera el sol del mediodía... o las notas de aquel piano... que poco a poco, remoloneándose en su propio susurro, iba desgranando una bohemia melodía, como quien tararea cualquier cancioncilla sin apenas darse cuenta.

¿La Vie en Rose?... ¡Sí!... Es La Vie en Rose. La Vie en Rose... Miles de recuerdos vinieron entonces conmigo a aquel rincón de la calle Feria. Pero no querían ser recuerdos. Como animados por el sonido apenas percibido de aquella casi melodía se iban engarzando, enredando en el presente, fundiéndose al calor del sol casi septembrino en esa sensación total que a veces te hace ser y sentirte plena, sin límite.

Y sigo entonces mi marcha. Por el balcón siguen sonando las notas de La Vie en Rose en un piano, sabrá Dios si presente o imaginado. Y yo pienso, cabilo, casi sin darme cuenta...

Qué será de mí si algún día no puedo pasear por la calle Feria.

domingo, 19 de agosto de 2012

Anhelo

Donde habitan los suspiros
de la Bambera gitana,
y los ayes más remotos
que suenan por Seguiriya.
Donde se duerme Sevilla
y se traspasa Triana,
y se hace flor una Nana,
y Sueño una maravilla.
Donde brota la semilla
del Sueño más Sevillano,
y torna en Tango gitano
la clavel de tu mejilla.
Donde juega la chiquilla
que otrora, de niña, fuera,
y llora la Petenera
de destierro y de dolor.
Donde rondada de amor
de tu mano primorosa
pierde su espina la rosa
y desgrana en Ti su olor.
Donde Liviana al calor
de tu sereno albedrío
cruza la Cantiña el río
de la pena a la Alegría.
Donde aguarda el puro día
que crepúsculo no aguarda,
y dos ángeles de guarda
coronan la fantasía.
Donde no existe falsía,
ni injusticia, ni venganza,
y se vuelve la alabanza
feliz, cual la Colombiana,
y juega la Sevillana
a ser oración y Danza.
Donde vive la esperanza
de las cosas que se sueñan,
y las maestras enseñan
con amorosos cayados.
Donde la gente ha olvidado
lo que vale la mentira.
Donde la vida es Guajira,
sin Soleá, sin Taranto.
Donde no te busque tanto
porque te sienta a mi vera,
y toque a mi primavera
terciar de flores su manto.
Donde ya no llega el llanto,
y el alba se ve más clara,
y se acierta a ver tu cara
sin espejos de árbol vivo.
Donde el Martinete, altivo,
tras las lunas se levanta,
y entre fraguas de gargantas
forja de estrellas tu velo.
Donde se vislumbra el Cielo,
y se muere la Taranta.
Donde dos palomas santas
pintan rizos en tu pelo.
Donde mueren mis anhelos,
y la vida se hace gozo,
y se llora de alborozo
ante tus ojos de aurora...
Qué gozo tener, Señora,
un trozo de Edén bendito.
Un compás, un pedacito
de Cielo, apenas un cante.
Una mirada, un instante,
mi bata de bailaora...
Y, vestida de Pastora,
la Gloria de tu semblante.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Adelita Domingo



Tenía para mí un halo como de dios pagano, porque había sido la primera maestra de mi primera maestra, Lourdes Moreno, que como mi primera maestra que era, también lo tenía.

Y eso aunque sabía que ella y mi maestra no habían terminado del todo bien, cosa que suele pasar cuando dos generaciones imbuídas en una misma danza se cruzan, se miran, se reinventan e, inevitablemente, al fin, se separan. Años después, también a mí me ocurrió algo parecido con Lourdes, cuando levanté el vuelo desde mi academia de barrio, cerca de la Fuente de las Palomas, al cielo abierto de Sevilla, más allá de las cancelas del Parque. ¡Qué vacío enorme entonces, horfandad de zapatillas y primeros pasos aprendidos!. Y qué minúsculas en el tiempo te devuelve la vida, mejor y más cruel maestra que cualquiera otra, esas estaciones pasajeras, eternas entonces que parecían, de los primeros ventanales rotos, como impresas en papel sepia amarillecido de recorte de periódico.

Eran los años de la adolescencia, acaso de la pre-adolescencia, cuando todo empezaba y no existía en mi vocabulario la palabra recuerdo.

Era la época de las flores, los "días del arco iris", que cantaba Niccola di Bari, el principio de todo.

Todas las chicas de Octavo B estábamos enamoradas: del rubito que pasaba por el kiosko a la hora de la salida del mediodía, del hijo de la maestra de matemáticas, de Michael Jackson, de Glenn Madeiros, de Danni Amatulo el de Fama... Y yo me había enamorado de la Danza.

Así... sin más... Yo me había enamorado de la Danza, y me pasaba las horas muertas en clase, dibujando zapatillas, castañuelas y bastones en el "Piter an moly" verdinegro de inglés, o en el Bruño de religión.

Y es que a esas edades, al principio de todo, cuando todo es "lo primero" -la primera maestra, la primera academia, las primeras castañuelas, la primera falda, el primer baile, la primera nota de Albéniz en el piano- todo se te queda marcado como a fuego.

Y probablemente, no es lo mejor, no... Pero ¿tú qué sabes?.

Por aquel entonces, mi primera maestra era una mezcla entre madre por horas, el tendero de West Side Story y una especie de "camello" de la más ansiada, por amada y por necesaria, ambrosía.
Sin el freno de la impotencia, ni la huella del cansancio y del hastío, clavadas en el alma, mi vida giraba en torno a cómo destrozar zapatillas rosas de media punta, la hora de clase que me correspondía en aquella academia de barrio, minúscula, de al lado de las cocheras de TUSSAM, la fecha en que caía la Verbena de Calasancias, la capilla de la Pastora -confidente de tantas cuitas de vocación- y el sinvivir de ir sacando los cursos, más o menos, para que mi madre no me "quitara" de baile.

Todo tenía que ver, en menor o mayor medida, con la Danza. Todo. La música, la ropa, la dieta, los horarios... ese rascar de cualquier sitio, a cualquier hora, un instante -ahora nimio, entonces inmenso- para bailar, leer de baile, ver ese programa de Flamenco que echaban en Canal Sur, recién estrenado, o en el Telesú'.

Albéniz, que sonaba intrigante en el nuevo 'tocadiscos' de CDs que mi padre acababa de traer al salón de casa, desgranando en el alma de Frubeck de Burgos las notas de Asturias, Córdoba o Cádiz. Bambino, preguntando una y otra vez en el viejo picú de la academia por una chaqueta que le habían hecho "con tanta salanería". La Jota de La Dolores. American Blues (un conato de degollar a Gershwin que a mi maestra le encantaba, y a mí, entonces, también).

Canción Lógica, Andaluces de Jaén, Amanecer en el Puerto y Serrat cantando las Nanas de la Cebolla de Miguel Hernández, en la soledad de mi cuarto de estudios, o en el radiocassette mientras ensayaba en casa. Libre y Quererte, de Amigos de Gines. Annie's Song, de John Denver, sonando en Radio 80.

El Recital Flamenco de Manolo Sanlúcar, Zyriab de Paco de Lucía, y una grabación con muy mal sonido del Amor Brujo y la Danza de Los Vecinos del Sombrero de Tres Picos... todas ellas en cinta musicassette, más piratas las tres que ellas mismas, compradas Agosto tras Agosto en el puestecillo de la "Calle Sierpes" de Chipiona -ese que ponía las dos mesas grandes llenas de cintas en la puerta de su casa al lado de la Cruz del Mar- con los aguinaldos de Navidad y los cuatro cuartos que me tenía preparados mi abuela Isabel -ella y Dios sabrían cómo- por mi santo y mi cumpleaños.

Nicola di Bari, Claudio Baglioni y Antonio Machín, y las cintas de Mantovani, 'Berner Muler' y Melodías Inolvidables. Yo no sé lo que se le podía infundir a aquella pipiola de trece o catorce años, que todo tenía que ver con la Danza. Absolutamente todo.

Todo era posible, lograble, disfrutable. Todo ayudaba a pensar que basta querer para poder, trabajar para conseguir, ensayar para atrapar la Danza para siempre en la agenda de mi vida, igual que la había atrapado (¿o quizás me había atrapado ella a mí?) en las entretelas del alma.

No había nada mejor que mi academia de barrio. Las había más grandes, pero no mejores. Y nadie enseñaba mejor que Lourdes ni vendía tan buena mercancía: Albéniz, Serrano, Moreno Torroba, Bretón... y los libros que se traía de vez en cuando de Barcelona. Todo lo demás era, por desconocido, hortera. En realidad, la academia de mi barrio no era una "academia de barrio". Las academias de barrio eran las demás, las del barrio de al lado, o esa a la que había ido mi compañera de banca del colegio, en cualquier barriada al Este de la ciudad. La mía era la de Lourdes, la de MI barrio, que por otra parte ni tan siquiera era, ni había sido tal vez nunca, Barrio.

Si la Danza era la prohibida ambrosía ansiada y necesaria para el alma, no había hueco más querido que el de aquella reja fea, desnuda, huérfana de cartel alguno, de mi academia de baile, ni camello con mejor mercancía ni más solicitud que mi maestra. No... no podía inteligir que lo hubiera. Aunque siempre me asaltó la duda... ¿Ni Adelita Domingo?.