jueves, 8 de agosto de 2013

Albahaca, yerbabuena y toronjil

“… Mi corazón espera,

también hacia la luz y hacia la vida…”.

 
(D. Antonio Machado, “El Olmo Seco”)

 


Las empecé a comprar hace año y pico, las primeras en la Feria Agrícola de la Alameda de Hércules. Quizá su primera y mayor cualidad, al menos entonces, es haber estado a mi vista en el bulevar de los parias... en mi Alameda sevillana.

 

Me encantan los aromas, aunque nunca me han llamado la atención los perfumes caros. No... Yo soy más de las varitas de yerbaluisa y clavel de Laila, que tenía una tienda de sortilegios en la calle Feria cerca de la Plaza de Mengíbar... del olor concentrado a incienso en el Besamanos de mi Virgen, durante los Cultos de Otoño de mi Hermandad, o del de  la Pastora de Santa Marina el día de la Purísima Concepción, cuando los hermanos primitivos -dieciochescamente exagerados- queman en los incensarios qué sé yo cuántas medidas del más aromático, y se aroma toda la esquina de la calle hasta la Casa de los Artistas... del aroma a  alhucema quemada en una copa de cisco, en el salón de la casa del Castillo de las Guardas de mi amiga Mari Carmen, apurada la esencia y compartida entre quienes nunca somos extraños… de pequeños trozos de jabones artesanales, comprados al corte, cada uno de una esencia distinta, en cada viaje, en cada feria, o cuando me los han recomendado para las grietas que, en temporada de montaje, de tanto marcar con palmas, me salen en las manos.

 

Y de macetas... de muchas macetas... todas de olor.

 

Sí, ya sé... que hay algunas mucho más vistosas, con colorines... la crem de la crem de la botánica cuestión. Pero a mí me gusta más la albahaca, la yerbabuena, el tomillo, el toronjil, la lavanda, el romero... Esas que según algún que otro pariente cercano son demasiado silvestres para gastar una maceta de porcelana en trasplantarla, porque “niña… si es un tomillo, y eso no vale nada, hija”, y que dan unas florecillas de nada, sí... Pero es que dan un olor... ¡¡¡qué olor!!!.

 

Quizá sea esa predilección mía nunca perseguida pero atávica por "lo otro": por la cara B de los discos de vinilo, por las Glorias en vez de por la Semana Santa, por la calle Feria y la Cruz Verde más que por la Campana y la calle Sierpes, por un bañito en La Caleta más que por un crucero por las Islas Griegas, por Alameda más que por Triana, por San Lorenzo más que por la Catedral, por Vallejo más que por el Niño ‘Marchena, por la Velá del Carmen más que por la Feria de Abril, por un cuartillo en La Alameda más que por un palacete de los que todavía quedan cerca de la Fuente de las Palomas... y hasta por los leones más que por los Hércules.

 

Quizá una manera como otra cualquiera de tratar de ignorar los gritos, que a veces llegan a alaridos, de mis pasiones con minúsculas y mis fantasmas de toda la vida: mientras cuido macetas, riego macetas, miro macetas o paso la mano por encima de las macetas, no estoy comiendo de más, ni bebiendo refrescos azucarados, ni comprando en los chinos trastos que luego no utilizo.

 

O que requieren menos tiempo, y menos urgencia, que otra de mis aficiones truncadas de toda la vida: criar pájaros erráticos, temporal o permanentemente echados a perder, o tener un pequeño palomar, lo que, en casa, en mi casa, es tanto más que imposible.

 

Vete tú a saber... porqué me empezó a picar el gusanillo de ir llenando el balcón de macetas, cada una con un aroma diferente. El caso es que me dio por ahí, y no era demasiado caro… y además de vez en cuando le podía pedir prestada a alguna una hojilla, para aromar mi cuarto o algún guiso… o para mis tés con yerbabuena.

 

Quise hacer de mi terraza un jardín de esencias, o “de los sentidos”, que se llaman así -“de los sentidos”- porque, al tiempo que ver sus colores distintos, puedes pasar la mano por encima de las hojas, sintiendo el distinto tacto de cada una, y, luego, cerrando los ojos, al acercar la mano a la cara, puedes percibir el aroma, distinto de cada una, que es el verdadero tesoro de la yerba en cuestión, un olor a silvestre, olor a libertad, a profundo.

 

Pero algo debió fallar…

 

Puedo suponer, por lo que luego me han dicho gente que sabe del tema, que fue mi excesivo, pero inexperto celo, porque con la calor de Sevilla, por miedo a que se encontraran secas, las regaba demasiado a menudo, y demasiado profuso… Tanto que, con el ‘enguachisne’ permanente, algún bicho debió atacar a alguna de ellas, y de ahí saltar a las demás. Se me minaron todas.

 

El tomillo hube de sacrificarlo, y la estevia y dos de las albahacas duraron algo más, pero también terminaron por mustiarse. Las demás las podé como pude, como mi inexperiencia absoluta me dio a entender, intentando, sin pelarlas del todo, quitarles todas las hojas roídas por ese minúsculo duendecillo, que no alcanzaba a ver, pero que las dejaba llenas de hoyitos blancos y redondos, traslúcidos, como sorbido el verde.

 

Después compré una albahaca de hoja pequeña a uno de esos que van ambulantes, huérfanos de papel alguno, con el cajoncito en la mano, vendiéndolas por la calle Feria o en la Alameda. Me encanta el olor y el sabor de la albahaca, en la pasta, en el revuelto de setas, en la carne… en un vasito o en un platito en mi cuarto, tal cual fueran capullos de jazmín recién abiertos, o en la palma de la mano, recién pasada por las hojas verdes de la maceta.

 

Pero las nuevas hojas tardaron muy poco en agujerearse de igual manera que las que podé. Sin saber qué mal era, fui a pedir consejo a la floristera del vivero del bulevar (ese que tiene flores plantadas en los más inverosímiles de los objetos: zapatos viejos, cestos, bolsos que alguna vez fueron bellos, nuevos y de alguien…), sin que, a la vista de una de las maltrechas hojas, totalmente podrida, la mujer me pudiera dar  tampoco Norte y Sur de lo que estaba acabando con mi incipiente y ya casi destruido “jardín de los sentidos”.

 

Entonces, ya a las últimas, les hice beber y comer todo lo que unos y otros y yo misma pudimos encontrar en revistas, en internet... en cualquier parte, para matar toda clase de bichos e insectos varios: flises de agua con limón, riegos con una gotita de friegaplatos vertida en el agua de la regadera llena, un diente de ajo -que luego brotó y meses después me comí- enterrado junto a cada mata… Pero de nada sirvió todo cuanto hice.

 

Me dio pena tirarlas. Estaban enfermas -muy enfermas- pero estaban vivas… y olían. Olían como pocas macetas he visto oler. Al fin y al cabo, cumplían su tarea: aromar. Y a quien cumple con la tarea que a querencia le corresponde no se le debe descartar de cuajo: es una crueldad... que, además, conozco bien, y no me hace ninguna gracia participar de ella.

 

Las dejé… regándolas de vez en cuando, en la creencia firme de que, con la que tenían encima y el Otoño que se avecinaba, no durarían mucho más.

 

Del mismo modo resolví, ahora sé que con acertado tino, no seguir ampliando más mi jardín de esencias hasta el augurado “funeral” de las primeras habitantes de mi fantaseado vergel, dando por hecho que, como ya había pasado con la albahaca nueva del ambulante, cualquier cosa que llegara a mi terraza de primeras sería tomada por la plaga de… de lo que fuera, que aún no he dado con lo que pudiera haber sido.

 

Y llegó el Otoño… y las desmejoró casi al punto de acabar con sus brotes, despojándolas de todo atisbo de belleza o de dignidad, y dejándoles apenas algunas hojas verdes, minadas todas ellas, e incluso los tallos, de aquellos redondelitos traslúcidos, algunos ya ennegrecidos. Mil veces me preguntaba cómo y por dónde aquellas cuatro ramas casi desnudas, leñosas ya en la base, y arrugadas, llenas de algo que no veía pero que indudablemente las estaba corroyendo, se aferraban a la vida, guardando siempre tres o cuatro hojillas infectadas, sí, pero aún tiernas y olorosas, muy olorosas.

 

Y de la misma manera que llegó el Otoño, se fue, y llegó el Invierno, y también se fue… no sin antes arruinar del todo la rama grande, ya sin vástagos ni bastones, del toronjil, y terminar de secar del todo la albahaca, la cuál la había comprado por “permanente”, o de hoja perenne, habiéndome jurado y porfiado aquel floristero francés que me la vendió en la Feria de La Alameda que esa variedad no moría con el frío -caso especial entre las albahacas, que son plantas de una sola temporada y suelen morir cuando se va la calor-, sino que, aunque en invierno permanecería menos vistosa, como aletargada, volvería a retoñar en Primavera, en todo su esplendor de verdura, aroma y flor. Pero claro… todo esto, de estar sana.

 

            Sin embargo, al toronjil, por debajo de la rama madre, toda desaliñada y ya muerta, le estaban brotando, clandestinamente rastreras, unas hojillas nuevas, pertinaces en la lucha contra la hoz o el abandono. La empecé a cuidar de nuevo, a pesar de que las hojas nuevas también lucían estigmatizadas con las mismas marcas que sus predecesoras. ¡¡Maldito bicho de los demonios!!.

 

            La yerbabuena crecía… no mucho, porque es una de hoja pequeña, la más pequeña de cuantas tuve sembradas antes de la plaga-catástrofe que diezmó mi recién estrenado jardín. Procedía la coqueta matichuela de un esqueje que me dio mi amiga Reyes una tarde de primeros de Mayo en el bulevar, en el paseo de los parias, confundida creyendo que era otra yerba. Yo ya tenía yerbabuenas, de hojas grandes y frondosas… y lo que quería era una albahaca de hoja pequeña, que tienen un sabor un tanto más picante que la común, de hoja más redonda y grande. Pero, regalo de una amiga, no la iba a rechazar. Y además: olía sorprendentemente bien. Muy bien. Perfecta para mis tés y tisanas, para mis caldos y el arroz viudo que tanto me gusta comer los sábados a medio día. De todas las que replanté cuando hice la primera cura, fue la única que sobrevivió, aunque insana ya para mucho tiempo.

 

            A la albahaca “Luciano” (así se llamaba por ser éste el nombre del maestro hortelano que le consiguió dar la cualidad de perenne) la di por perdida.

 

Era ya tiempo de Primavera, cuando, además de las flores y las yerbas de olor, comienzan a florecer las actuaciones, los mini-bolos por teatros y multiusos de las casas de la cultura de algunos pueblos, o las clausuras de cursos de institutos, facultades, colegios nacionales… La época, señalada igual en cada calendario, año tras año, en que se empieza a recolectar el fruto de algunos proyectos paciente y lentamente horneados en la estación del frío, corrida cada año casi por completo dentro del estudio, proyectando, ensayando, creando, creciendo… aprendiendo y enseñando, y tratando de mantener el tipo de mis compañeros danzantes y el mío propio sin caer en el tópico del aburrimiento gris, sombrío, rutinario… tan contrario y tan dañino a todo lo que se llama Arte como el grosero inquilino de mis macetas para sus hojas y ramas amarilleadas y lánguidas.

 

No daba ya tiempo de retirar macetas… No… Las desgraciadas que sucumbieran al esquivo duendecillo tendrían que esperar tras el pretil hasta que pasara la “temporada alta”… que no es larga… para qué nos vamos a engañar… pero a veces sí intensa, excluyente, agotadora…

 

Cuál fue mi sorpresa al ver que, con las lluvias propias de la estación, este año más cansinas y abundantes, la albahaca, que parecía totalmente muerta, empezó a retoñar de nuevo, incluso a florecer, enseñando, en su punta más alta, un racimo de florecillas blancas.

 

Compadecida de mis asistidas, y admirada de la resistencia que, durante un año casi, habían opuesto a la sombra, siempre presente, del bidón de la basura, quise llevarlas a La Floroña, un puesto nuevo de flores que han puesto en el bulevar, en La Alameda, a que me dieran una medicina de verdad, un “fitoquímico” de esos que a los ecologistas hippies del Huerto del Rey Moro les gusta tan poco… aunque por unos meses tuviera que prescindir de pedirles prestadas sus olorosas ambrosías para mis guisos, tisanas y refrescos. Incluso fui a hablar con el dueño… Pero la temporada arreciaba: el fin de las prácticas de Danzaterapia, las salidas a comprar material, las actuaciones, la preparación de nuestra gira otoñal por Centroamérica… más el trabajo extra en la Hermandad, con la Procesión de la Virgen por el barrio el cuarto Sábado de Mayo, la Función al Santísimo, el Corpus de Sevilla, el de San Lorenzo, la Procesión de San Antonio… Y de colofón, para redondear la faena, la desafortunada caída de un familiar directo, que terminó en prescripción médica de reposo absoluto por tiempo indefinido, y el consiguiente desasosiego que da el tener a una persona encamada por semanas en toda la marcha de la casa. ¡¡Imposible de dedicarle tan siquiera una mirada a mis destartaladas macetas!!, que, sin remisión alguna, se fueron secando hoja por hoja, a la calor casi abrasante de Junio y Julio sevillanos, sin ni siquiera un sorbo de agua fresca de la regadera o de la re-que-te-reciclada lata de champiñones con que, en condiciones normales, hubieran calmado su sed de cuarenta grados a la sombra.

 

Al fin y al cabo -me dije- estaban enfermas desde hacía un año… Ahora, cuando llegue Agosto, cogeré las vacaciones, y, como ya no hay macetas enfermas, podré proseguir con mi jardín de los sentidos, adquiriendo otras macetas y matas, ya sin el fatal inquilino que mató a las anteriores.

 

No sé si fue mi tía, que por hacer las cosas más allá de pluscuamperfectas, enchufó dos o tres regaderas a los ya cadáveres de las macetas de mi frustrado jardín… O fue que, habiendo lavado no sé qué prenda delicada a mano -tal vez un... 'algo' de gasa o sedilla, del vestuario de escena del grupo de Danza-, y como algunas no se pueden escurrir, echara ella o yo el resto del agua, recogida en el baño que dejo bajo el tendedero para que, al chorreo de la prenda, no se se cale la solería y moje a los vecinos, a los tiestos, aún con las raíces dentro y el esqueleto desnudo de las hojas muertas, quemadas de sed, para no tener que pasar con el baño lleno de agua a dentro de la casa y manchar el suelo de pisadas.

 

El caso es que un día, hace pocos días, de entre las hojas achicharradas de mi albahaca “Luciano”, de mi yerbabuena de hoja pequeña y de mi toronjil, empezaron, de nuevo, diría yo que milagrosamente, a brotar pequeñas hojas verdes. ¡Por Dios, qué aguante!.

 

Y fijándome un poco, me di cuenta que las hojas estaban limpias, sin los malditos redondelillos de verde roído. ¡¡Todas!!. Ni que decir tiene que no me lo podía creer.

 

He podado, esta vez a fondo, a mi toronjil, a mi yerbabuena y a mi albahaca. Las dos primeras han quedado con las hojillas nuevas, sanas. A la albahaca, como tenía las ramas muy altas, y lo sano lo tenía en las puntas, por no dejarla desnuda por abajo y con “pelambre” por arriba, que tarda más en llegarle el agua y el alimento, la pelé y le corté las largas ramas hasta una altura prudente, fijándome en dejar los minúsculos botones verdes que tenía ya al punto de abrir.

 

Durante unos días he estado aderezando mis comidas con el resultado de la poda. Sea lo que fuere que tuviere, a mí no me hace daño. Estaba todo buenísimo.

 

En dos o tres días, los botones se han convertido en hojas -en hojas por ahora sanas-, y está mi albahaca la mar de contenta, abriendo cada día más sus alas, tras el pretil de la terraza… haciéndome embelesar al comprobar cómo, en sólo unas horas, su apariencia varía -os lo juro- como la de un pastel cuajándose en la encimera de la cocina, como la de un cacharro de barro secando su estrenado color al aire.

 

Y huelen… ya, pequeñas, al punto estrenadas, huelen de tal manera que…

 

Y aquí me hallo, entregada a la causa, comprobando cada día si les falta agua o si todavía tienen las entrañas húmedas -no vaya a ser que me pase de nuevo- con un palito, o enterrando el dedo chico… en la esperanza de ver crecer, aromar, florecer, a mis “reciennacidas eternas”, vigilando cada día si es cierto que se ha ido o se ha muerto o lo que sea el cochino bicho para, en cuanto pase un tiempo razonable, si siguen estando sanas, comprarme en La Floroña, o en el vivero del paseo (o quizá vaya a La María a Capuchinos, y así me paso a ver a la Pastora), romero, lavanda, tomillo, poleo, yerbaluisa… para poder pasarles la mano y disfrutar de las esencias del aromado “jardín de los sentidos” de mi terraza.

 

 

Y el aroma madre de mi alma, el aroma… el mío… de Sueños y Danzas, Amor, Vocación, loca bohemia escondida… la esencia mía que tantas veces ha secado y florecido de nuevo, ahora en dique seco, roída, diezmada, por mis pasiones con minúscula y la vorágine de la vida… ¿retoñará ese aroma como mi albahaca?, ¿como mi yerbabuena?, ¿como mi toronjil?.

 

… Mi corazón espera… espera hacia la luz, y hacia la Vida.