martes, 24 de diciembre de 2013

Como el que a este lugar llegó...

... Como el que a este lugar llegó 
sin dar limosna se va 
sin duda no reparó 
que es mi Madre a quien la da 
y quien la pide soy Yo.


(de un azulejo de la Iglesia de la Divina Pastora, en Cádiz)


Venía soñando desde Sevilla con verla. Sacrifiqué horas de estancia en la Tacita por encontrarme con aquella puerta abierta. Convencí a mi compañía, una amiga que vino del otro lado del charco siguiéndole los pasos a La Pepa, de que el mejor día para ir a Cádiz era el Domingo (aunque nos encontráramos con media ciudad cerrada y la otra media sin abrir), y de que aquella recóndita iglesia, que no conocía, tenía la fama de ser uno de los monumentos más bonitos de Cádiz, y por tanto había que ir a visitarla. Y a todo aquel al que paraba para preguntarle por alguna calle, por alguna plaza o algún monumento, le terminaba espetando: "Y de ahí se puede ir andando luego hasta la calle Sagasta, ¿verdad? ".

Y es que, aunque fue mi tierra sevillana la que por vez primera la llamó Pastora y la vistió como tal, a Cádiz le cabe la gloria de haber sido la primera que la supo reconocer anfitriona de la dulzura. La primera, hablando en prosa, que edificó una casa para Ella bajo la dulce advocación de Pastora de las Almas. Y eso pesaba mucho para aquella aprendiz de pastoreña, que apenas estrenaba entonces la medalla de su hermandad de San Antonio.

Eran casi las seis de la tarde cuando divisé desde Tavira los destellos de una cúpula cubierta de cerámica azul. Pocos minutos antes, utilizando un artilugio extraño que a fuerza de contraponer espejos y luces dibuja en una tela redonda el alma y el cuerpo de la ciudad entera -con su ropa tendida meciéndose al viento, sus gaviotas, y la tenue algarabía de su paisanaje dominical- una cicerone nos había paseado virtualmente por casi todo Cádiz, poniéndole nombre a cada barrio, a cada torre, a cada calle, a cada iglesia... También a la suya.

Apareció entonces a mis ojos, en la azotea de aquel mirador, como un pequeño joyero con forma de cáliz volcado, como si su corazón de azulejo y piedra fuera capaz de presentir que es una flor lo que dentro de ella se alberga. Tal que otra Bella Escondida, que en vez de otear Cádiz desde el cielo, se asomara al Cielo desde el Barrio La Viña.

Luego de bajar de Tavira me acerqué a la Plaza de las Flores, con la esperanza, alentada y orientada por la cicierone de la cámara oscura, de encontrar un kiosquillo donde comprar un carrete de fotografías.

Cádiz es mucho Cádiz. Cada rincón es un guiño a la gracia más andaluza, aunque no venga en la guía de monumentos que reparten a los turistas en la caseta de Canalejas; cada calle, rematada por la claridad salina del mar, se te mete en la retina y en el pensamiento; cada balconada es digna de ser inmortalizada no ya por una foto de tercera categoría, como las que solía tomar con mi desvencijada Konica, sino por el mejor de los pinceles; una simple casapuerta se convierte en el más recalcitrantemente hermoso de los monumentos cuando el sol juega a hacerle la corte a su favorita Gades, y Cádiz, voluptuosa, le corresponde regalándole mil y un tonos de blanco.

... Y yo, entre pitos y flautas, casi sin darme cuenta, había llegado a la última y la más ansiada de mis paradas en la trimilenaria sin apenas una foto que echar, quemado ya el segundo carrete que, por la mañana, recién llegada, compré a los pies de la Catedral, en el Bazar Yupi.

Recuerdo que después de encontrar el kiosco y el carrete, así como me había dicho la de la cámara oscura de la Torre Tavira, nos sentamos a tomar un helado en la esquina de la calle Columela. ¿O era un pastel?.

El resto… fue cosa de Ella.

Eran casi las siete de la tarde cuando nos levantamos de la heladería. Entonces no había Smartphones, ni acaso eran tan comunes los “gepeeses”, pero el “gepeese” en Cádiz se enciende rápido: preguntando se llega a Roma.

Y nos pusimos en camino: mi amiga -que no es pastoreña- iba detrás, despecio, disfrutando de cada paso por la Tacita... Yo iba delante, nerviosa, alborozada, casi volando por las calles a paso de crucero, deseando de llegar y contando las calles para no perderme según la explicación que nuestro “gepeese” particular -un viejo gaditano, orgulloso de vernos las dos foráneas y tan embelesadas con la ciudad- me había dado en el velador de la heladería: "Coge por Sacramento y cuenta la quinta calle de las que salen por la derecha. La quinta, la coges para abajo, y al fondo te encuentras la iglesia de la Pastora".

No me perdí. Pasé por San Lorenzo -me acordé de mi tierra, y de mi Pastora- y seguí de largo hasta el final de la calle, donde ya se puede atisbar el mar, porque huele a sal y a brisa. Al llegar al número noventa y dos, supe que había llegado a mi destino. No había más en la calle, así que debía ser aquello lo que tanto andaba buscando.

En la entrada colgaba un letrero que decía "CERRADO", pero la puerta estaba abierta, y era horario de rezo y visita, así que no me quedé asomada a la ventanita de cristal: Entré, y la miré lo más cerca que pude y que me dejó aquel asombro respetuoso que me embargaba desde los ojos a la punta de los dedos de los pies.

Salió alguien, intuyo que de la sacristía, y por un momento creímos que nos venía a decir “amablemente” que nos fuéramos. Pero no: en vez de eso, nos mostró toda la capilla, rincón por rincón.

Daba la impresión el hombre de estar algo asombrado al ver cómo dos "guiris" hablaban de la Pastora y de Fray Isidoro, de Fray Pablo y de los rosarios con estandarte, de Cádiz y de la propia capilla, y de la leyenda del Sueño en el coro bajo de Capuchinos. Entonces... la capilla estaba sola, en silencio... huérfana casi por completo de oraciones y de sueños.

Vimos el Simpecado, dechado orgulloso de destellos de platería, que conoció tiempos de mayor esplendor, cuando la Virgen salía cada año a pastorear su redil gaditano por las calles de La Viña, y que dicen -y con razón- que es pieza inigualable en toda su historia (y lo que le queda).

Entramos a la capilla sacramental, donde había una pequeña Pastorcita vestida de napolitana y resguardada dentro de una urna de cristal.

Nos habló del Cristo genovés, muy antiguo... arqueado el cuerpo herido e hiriente de dolor. San Cristóbal con el Niño y la bola del Mundo, y a su lado San Sebastián.

El retablo mayor, todo oro, ángeles y filigrana dieciochesca de Montes de Oca.

Y en el retablo, su camarín.

Y en su camarín... Ella.

No tenía puesto sombrero ni mantilla. Su misma cabellera le adornaba el rostro dulce, así como la pintara Tovar y como, dicen, la vio entre sueños Fray Isidoro. La saya rosa. El manto, terciado, azul. Sus manos... ¡ay sus manos!: flor de caricia una; y la otra, leve ronda de dulzura, sosteniendo suavemente, muy suavemente, un cayado entre un ramo de flores.

En su mirada baja de Niña Madre, sencilla y tierna, parecía recoger, no sé por qué misterioso encanto, las súplicas y alegrías y la vida diaria de cada alma, de cada corazón que llega buscando su consuelo.

Al mirarla, podría juraros que fue toda Cádiz... la Cádiz a la que había entrado por las Puertas de Tierra, la Cádiz que había oteado desde Tavira, por la que había paseado durante todo el día, empapándome de cada detalle, la de las balconadas blancas y la claridad salina al fondo de las calles; la Cádiz de la Catedral, tesoro de oro y blanco imponentemente erguido frente al azul del mar, y la de la Alameda Apodaca; y la de la Pepa y la Plaza de España; la de interminables paredes de piedra ostionera, ciento y pico de recoletos miradores coqueteando en el cielo y balcones blancos cuajados de flores… Era Cádiz entera la que aparecía de nuevo ante mis ojos, reflejada en aquel pequeño rostro, sencillo, cautivador... Incluso el árbol que le daba cobijo se me hacía igual que aquellos árboles que había visto salpicar cada calle, cada plaza, cuajados de flores violetas.

El Pastorcito estaba abajo, justamente debajo del camarín de su madre.

Tomé algunas fotografías, aun a sabiendas de que no saldrían demasiado bien.

Luego, apagué la cámara... y encendí los ojos, para que fueran ellos los que grabaran en la retina de los recuerdos más hermosos, aquel rostro, aquel momento.

Me arrodillé un instante, la miré queda, tranquilamente. Medio pudorosa, medio arrebolada, desgrané poco a poco ante Ella, silenciosamente, la oración que le suelo rezar a la Pastora cuando le rezo en mi Sevilla.

El reloj perdió sus manillas en aquel instante, prendido el tiempo en su mirada, en aquel rincón de una ciudad que no conocía, y sin embargo, me embriagaba.

El tiempo parecía haberse parado en Sagasta. ¡Pero en el resto del mundo corría como un gamo!.

Me hubiese gustado rezarle un rosario entero, con sus letanías pastoreñas, su “Embeleso de los Cielos” y la Consagración Calasancia. Pero se hacía tarde, y cuando mi compaña miró el reloj y me dijo, nerviosa, la hora que era, no pudimos más sino salir a escape, so pena de perder el último tren que nos llevara a Sevilla de vuelta.

Aún fuera de la parroquia, mientras mi amiga, ciertamente mejor orientada que yo, preguntaba por dónde podríamos acortar para llegar a la estación a tiempo, me fijé en una pequeña ventana que, inserta en la pared de la iglesia, albergaba el altar de una imagen del Pastor Niño, sentado, con un corderito. Y debajo, en un letrero, podía leerse:

"...Como el que a este lugar llegó 
sin dar limosna se va 
seguro no reparó 
que es mi Madre a quien la da 
y quien la pide soy Yo"


No hubo tiempo para dar la limosna. ...Sin duda, como rezaba la leyenda en la ventanita, no reparé en ello. Quizá ni tan siquiera reparaba en marchar, y cuando lo hube de hacer, no podía ya volver sobre mis pasos. Hubiera perdido el tren... y me hubiera convertido, como en el pasaje bíblico, en una estatua de sal (de sal de Cádiz), sin poder volver, de una y otra manera, a mi lugar: Sevilla.

Cuando llegué a Sevilla, abrí mi ordenador, me conecté a la red y busqué una balconada virtual que tuviera el cierro muy blanco y diera al mar de aquella Cádiz que recién conocía, y empezaba ya a enamorarme. Y en la esperanza de que por casualidad, o por providencia... o por Supercable -vaya usted  saber- quizá algún gaditano o gaditana asomárase al mismo balcón, escribí estas palabras:


“Miren ustedes, gaditanos, gaditanas: os pido que me hagáis un gran favor.

Cuando pasen por la calle Sagasta... lléguense a saludarla... Si está cerrada la puerta de la iglesia, no se apuren... vuelvan en otro momento. Ustedes la tenéis tan cerca…

Récenle un Ave María... o al menos un Bendita Sea Tu Pureza, que es más corto...

Quizá eso valga para saldar esa cuenta de devoción que esta sevillana dejó pendiente en la Tacita ante su mirada.

Quizá eso me sirva de puente en el alma, y me guíe los pasos de nuevo -algún día- como miguillas de pan místico hasta ese joyero blanco, rematado en porcelana azul, con forma de cáliz volcado hacia abajo, que guarda con celo la más bonita Flor que vi en mi viaje a Cádiz: la Divina Pastora de la calle Sagasta”.