Llega el besamanos de
la Pastora de San Antonio, y echo la vista atrás... y recuerdo, Besamanos por
Besamanos, cada momento vivido, y los no vividos. Los vividos desde la pena,
desde la impotencia, desde la dulzura. Siempre desde el consuelo. El de 2013,
que me pilló al otro lado del charco con Danzaterapia. El de 2015, que me pilló
al otro lado de todo, "sin" Danzaterapia. El de la tristeza, que se
hizo para despedir a la Virgen en Mayo de 2006 meses después de que yo misma
decidiera "despedirme" de muchas cosas de las que nunca me debí
despedir, el demonio sabrá por qué. El de la alegría, que se hizo en Mayo de
2014, semanas después de que volviéramos de la Catedral, con la piel de gallina
todavía.
El día 3 de Noviembre
mi Pastora estará de Besamanos, con todos sus hermanos alrededor. ¿Con todos?.
No, con todos no. Mientras Ella ofrezca su mano para el consuelo de quien la
bese, y muchos a los que considero más que familia estén con la lágrima a punto
de estallar... Cuando los priostes ajusten el paso y traguen saliva, minutos
antes de abrir el portón grande de San Antonio, yo estaré haciendo lo mismo en
otro cenobio, preparando las últimas pinceladas de otro "altar", y
pidiendo una gracia de su mano. Quizá, como si no existiera el espacio, sino el
pequeño espacio que Ella habita y el espacio pleno de un escenario, estaremos
entonando al unísono la misma plegaria aquella de "Salve Fuente de la Vida, Salve Bellísima Aurora...".
Después, cuando la
tarde ya sea noche, y se empiece a pensar en cerrar el besamanos, en San
Vicente aún estremecerá el olor a incienso, y en San Isidoro del Campo saldrá a
bailar el primer dúo de "los de Danzaterapia".
Ella sabe por qué es
tan importante esta jornada, esta posta en el camino. Ella y yo, por las
razones de Ella y por las mías, sabemos qué marañas se nos enredan en el alma.
A los pastoreños en San Antonio. A los bailarines en San Isidoro. A mí, a mitad
de camino entre el Cielo y el Infierno. Entre la Danza y el vacío. Entre el
consuelo y el miedo.
Para qué explicar, si
hay cosas que se explican y no se explican... que se cuentan y no se llegan a
contar... Que no se hicieron para las palabras. Ella y yo sabemos. Ella el
cayado, como si fuera bastón de maestra antigua, y yo siempre repetidora,
eterna repetidora... A veces cierta. A veces, otras veces, ida de compás y
forma. Ella y yo...
Ella y yo ya sabemos de lo que nos
hablamos. Ella sabrá, que yo no, cómo y por dónde rezongará todo esto. Lo suyo.
Lo mío. Lo nuestro.
El 3 de Noviembre mi
Virgen estará de besamano, y yo, y los míos, y la Danza... estarán de alguna
manera, en San Antonio. Y Ella, dejadme
la esperanza, estará, ofreciéndonos la mano, en San Isidoro del Campo.
Gracias, Guillermo.
Fuente de las palomas
Mis cosillas del alma
miércoles, 25 de octubre de 2017
lunes, 7 de diciembre de 2015
Marinelli
Arquitecturas soñadas. Desiguales perfiles que, a fuerza de soles tibios, han aprendido a jugar con la armonía. Casitas de colores. Formas distintas nunca distantes. Luces y claros de mi diario. La belleza misma al alcance de la mano. La belleza que se usa, que se pisa, se come, se huele, se pasea... que se compra y que se vende el Jueves por la mañana, o la mañana de cualquier día en el Mercado. ¿La belleza pura?. No. La Belleza, tal vez, no es pura nunca. Al menos la de mi barrio. Es la vida, la mezcla incesante, la fusión de toda una baraja de colores, de olores, de formas, lo que la hace penetrantemente intensa, eternamente tuya.
El sol de casi el mediodía me da en los hombros por la calle Feria, me cala hasta los huesos. Oigo alguien que canta, una guitarra que suena en algún tugurio, gente que se saluda, mercancía que entra y sale del Mercado. La gente pasa, entra en las tiendas abiertas, compra verdulería, para en la cantina o en La Alegría de la Feria. Huele a chicharrones en la esquina de la calle Amargura. Estoy en casa.
A espaldas del instante efímero de mi mediodía de Sábado, Arrayán se hace enredadera entre el trasiego del Mercado y la calma penumbra de San Luis. González Cuadrado presagia el azulejo del Sueño más Sevillano en la esquina de Divina Pastora. A la altura de la Plaza de los Carros, ajeno al tumulto que se forma siempre en Vizcaíno, un suspiro se cuela por Los Maldonados, añejo como cuadro de anticuario, para llegar su aliento hasta San Marcos y morir, adoleciendo, a la sombra fresca de la Plaza de Santa Isabel.
Relator adentro, la casa del Pumarejo sueña pasados perfectos, presentes dis-continuos, futuros condicionados. Y San Luis abajo, un laberinto de callejas: Duque Cornejo, Hiniesta, Lira... hasta llegar a San Julián y a La Moravia.
Cuando la Feria extiende sus brazos, sus dedos llegan al paseo, a la Alameda de Hércules. Quintana, Peris Mencheta... La misma Relator que se va sosegando desde Feria hasta San Luis, se va haciendo vida, vibra cuando va llegando de la calle Feria a La Alameda. Y en La Alameda cielo abierto, las cuatro columnas, paisanaje variopinto, gente de paso como cintas de colores diferentes sobre el amarillo del pavimento que, según algún Ayuntamiento creyó en su día, imita el color del albero sevillano. Capillitas del Carmen, rockoides de la Caja Negra, el Avanti, Habanilla, el Corto Maltés, el Café Central, República... Al pie de los leones, Ricardo engarzando y vendiendo colgantes de piedras de colores en su tenderete, el de las "pazlomitas", la pintacaras y el que trae juguetes para que los niños jueguen "por la voluntad".
A la altura de la Cruz Verde, una caravana de magos recuerdos pasa por la calle Correduría cada mañana de cinco de enero -epifanía de la Epifanía- para ver florecer la calle de globos de colores. Por la tarde, al paso de la Cabalgata del Ateneo, la calle estará repleta de color y algarabía. No se verán los balcones. Sólo globos y gente disfrazada, cantando, pitando con sus matasuegras de colores.
Mi barrio tiene perfiles, formas, luces, sombras, olores, colores, sabores... que sólo mi barrio conoce y compone cada día en inusitada y diferente armonía desigual. Mi barrio tiene, como aquel que cantaba Gardel, alma.
Dicen que Albéniz componía como pintan los pintores impresionistas, y que en su paleta de sonidos jugaban los colores de cada rincón de España. Falla musicó la esencia de la quintaesencia -la esencia última- de todo lo andaluz. Turina hizo de Sevilla su partitura más cierta.
Rafael Marinelli, sin embargo, siempre me suena a barrio. Tanto, que veces el barrio entero me parece una inmensa copla de Marinelli.
"Calle Feria", de Rafael Marinelli
domingo, 28 de diciembre de 2014
Alameda
No llegó a casa en una estrella de cartón robado. Me la traje en la tapa de una tarrina de cedés, envuelta en un trozo de bayeta amarilla. Tampoco era una paloma blanca, como la de la canción, sino una simple cría de gorrión.
Supongo que le sobraba miedo y le faltaban fuerzas para pensar en escaparse.
Horas antes, a eso del mediodía, me la trajo una compañera entre sus manos. Acababa de terminar la clase con el grupo de Unidad de Día (supongo, pues, que era Lunes). Podían faltar algunos minutos para la una menos diez, justo la hora del almuerzo de la Unidad. Faltaban sólo días para que entrara Julio, y hacía toda la calor que luego no ha hecho en verano.
Estaba bastante plumadita, y a juzgar por el bulto que tenía en el buche, debía de haber recibido su ración poco antes de caerse del nido. De qué nido, todavía no lo sé, porque se la encontraron metida en un cuarto de baño de los talleres de las caracolas, donde no hay nidos. No sabía volar. Al menos, no volaba. No voló en dos o tres días. También es mala suerte, caerse del nido tres días antes de empezar a volar.
Era desconfiada, y no hacía más que piar buscando el auxilio de alguno de los suyos que la sacara de aquel cautiverio que ella no entendía que fuera parte de su salvación. La primera vez que bajó un poco la guardia fue cuando escuchó una canción de Marc Anthony, puede ser que porque en el nido, donde estuviera, también la hubiera escuchado en algún transistor, o en el hilo musical que ponen los talleres cuando están empaquetando esponjas, estropajos o tiritas. No comía sola. Por supuesto no comía en seco. En su descofianza, tampoco quería comer de mi mano, aunque a la fuerza ahorcan, dice un refrán español. No le di, en principio, más de dos o tres días de vida. Pero al menos había que intentarlo, ¿no?.
Primordial, que no cogiera frío. Le hice un canutito con papel de cocina, amarrado con lana de un ovillo viejo que tenía en casa... y en esa especie de nido, en el suelo de la jaula, pasaba horas recostada. No hacía falta mucho más abrigo... Si acaso algún trapito arrugado. Era Julio y Sevilla ardía. Si el nido se lo hubiera hecho con un calcetín se hubiera muerto de calor.
Le puse Alameda. Alameda por el barrio, que entonces estaba por celebrar la Velá del Carmen. Alameda porque en dos o tres días me iba -con ella, claro- a Cádiz, y me hospedaría al pie de la Alameda. Alameda, porque "Alameda" tocaba a tres días vista en el Baluarte de la Candelaria, en la Alameda Apodaca. Total... que casi venía con nombre y todo.
Ni que decir que los primeros días parecía una gitana... todo el día con la jaula a cuestas "y la teta fuera". A cada poco le tocaba comer, y había de ser de mi mano. Probablemente si lo hubiera intentado hubiera comido sola, o al menos picoteado, desde casi el primer día, pero el miedo la podía. No era momento -supongo que pensaría- para "echarse p'alante". Demasiado que, de vez en cuando, cuando había hambre, acudía a esos dedos, cuyas intenciones desconocía, a pillar el pellizco de pan mojado que, casi con más miedo que ella, le ofrecían. Le encantaba el pan mojado. La pasta de cría, esa que venden para los canarios... caía peor, y todavía peor si era con la jeringa. Cuando me iba por las mañanas, antes de amanecer, era penoso darle la toma. A esa hora lo único que quería era dormir. Cuando oscurecía, se ponía a piar, pidiendo descanso... y no paraba hasta que la llevaba a algún sitio oscuro, donde ella pensara que estaba segura para pasar la noche. Al fin y al cabo, era un gorrión, y como tal se comportaba aunque no estuviera con sus congéneres.
Todo la asustaba. Pero poco a poco, sobrevivía. Cada día eran veinticuatro horas más arañadas a la fatalidad... veinticuatro horas más de plumas... veinticuatro horas más de fuerza en las alas y en el pico... veinticuatro horas menos de boqueras... todo un día de logros, pequeños, muy pequeños... y retardados, pero de logros al fin y al cabo.
Y empezó a comer en seco... Lo primero que se aventuró a probar fueron unas migas de magdalena que alguien le dio en el tren de vuelta desde Cádiz a Sevilla, mientras recogía las maletas. Así que cuando llegué me fui al herbolario de la calle Feria, el que está un poquito antes de la esquina de la Correduría, y allí le compré magdalenas de leche de espelta, para asegurarme de que no tuvieran leche. Y nos las comíamos entre las dos: ella muy migaditas; yo a trozos más grandes. Y poco después, empezó a picotear sola el pan, muy tierno o mojado, y las magdalenas de espelta, y la pasta de cría... aunque ciertamente con la pasta de cría no se llegó a llevar demasiado bien nunca. Todo un alivio, porque ya no tenía que hacerle el harakiri cada mañana, antes de que el sol saliera, para meterle, con jeringa y a traición, y con el peligro de que se atragantara, su ración de desayuno.
Lo demás... pura evolución y aprendizaje, de la pájara y de la pajarera. Tras atragantarse unas cuantas veces, y pasar un tiempo comiendo avena picada (picada por una servidora, claro), un día aprendió a pelar alpiste... y luego a partir el grano de avena. Meses después descascarillaba ya los cañamones... Aprendió que la arena en el fondo de la jaula no mordía, y que además se comía y todo. No sé si sabe que se la recogí de la mismísima Caleta, pero bueno... ahora, pasado ya el miedo, se da cada baño de arena que se queda la mar de tranquila... en las glorias humanas (perdón, en las glorias aviares). Aprendió a bañarse y a que bañarse quitaba el calor... Y a que había que bañarse cuando a ella le apeteciera y no cuando a su "dueña" le diera la gana. La dueña también lo aprendió, aunque le costó un poco más. Aprendió a beber de los bebederos y a comer de los comederos, aunque le sigue encantando picar del suelo de la jaula, tal y como lo haría en la calle si la suerte no la hubiera traído a este puerto. Aprendí que no le gusta que le cubran la jaula con tela... si no es con la chaqueta del chándal, que parece más suave y menos útil para cazar pájaros.
Y por la novena de la Virgen de Agosto, cuando estaba de cultos la Pastora en San Lorenzo, en la calle Sagasta, volvió a venirse conmigo "de veraneo" a La Tacita. Y para que no tuviera que ir de aquí para allá durante las últimas horas que apuré en la trimilenaria, le busqué hospedaje en Casa Caracol, un albergue de hippies donde tuve que explicarle a un inglés que no era un ave exótica, sino un "esparrou, from estrit". Después me enteré que en Londres ya casi no hay gorriones en las calles, porque no tienen donde estar ni lo que comer.
De vuelta ya en Sevilla le compré una jaula en el Jueves, una jaula grande... espaciosa, con una bandeja que se podía llenar de arena caletera y que no tenía rejilla en el suelo. Venía con más mierda que el catre del Nono, pero después de limpia resultó ser bonita, y útil. Y grande.
Un día se escapó, y al observarla, aprendí que Alameda no sabía buscarse la vida por la calle. Que no tenía ni la más remota idea de lo que era un gato, y que se asustaba tanto fuera como dentro de casa. Me informé. Efectivamente, si Alameda estaba improntada, y evidentemente lo estaba, pocas posibilidades tenía de salir adelante en aquella libertad que tan pronto ansiaba como, conseguida, la paralizaba de miedo. No puedo negar que me dolió. No quería hacerla vivir en una jula de por vida, o, como mucho, dejar que retozara en una habitación cerrada y que pensara que eso era la libertad. Además... ella sabía ya sabía qué era la libertad... la de los otros gorriones, que en plena algarabía podían volotear de una parte a otra del tejadillo, libres... mientras la llamaban para que los siguiera en sus juegos... y ella, lastimosa, les piaba, como diciéndoles que no podía salir a acompañarles.
Me lo tuve que pensar varias veces, hasta que al final decidí: Alameda se queda conmigo. La tuve que recoger saltando de azotea en azotea por mi barrio. Un show... Al final, escapada varias veces de mi mano, ella sola fue a posarse en la barandilla de la que ya reconocía como su casa, o como su nido, frente por frente a mi ventana. Creo que ella, ese día, también comprendió que ya no era más como los gorriones del tejadillo.
Un día se escapó, y al observarla, aprendí que Alameda no sabía buscarse la vida por la calle. Que no tenía ni la más remota idea de lo que era un gato, y que se asustaba tanto fuera como dentro de casa. Me informé. Efectivamente, si Alameda estaba improntada, y evidentemente lo estaba, pocas posibilidades tenía de salir adelante en aquella libertad que tan pronto ansiaba como, conseguida, la paralizaba de miedo. No puedo negar que me dolió. No quería hacerla vivir en una jula de por vida, o, como mucho, dejar que retozara en una habitación cerrada y que pensara que eso era la libertad. Además... ella sabía ya sabía qué era la libertad... la de los otros gorriones, que en plena algarabía podían volotear de una parte a otra del tejadillo, libres... mientras la llamaban para que los siguiera en sus juegos... y ella, lastimosa, les piaba, como diciéndoles que no podía salir a acompañarles.
Me lo tuve que pensar varias veces, hasta que al final decidí: Alameda se queda conmigo. La tuve que recoger saltando de azotea en azotea por mi barrio. Un show... Al final, escapada varias veces de mi mano, ella sola fue a posarse en la barandilla de la que ya reconocía como su casa, o como su nido, frente por frente a mi ventana. Creo que ella, ese día, también comprendió que ya no era más como los gorriones del tejadillo.
Aquí sigue... Desconfiada por naturaleza. Asustadiza... Odia las telas grandes, los abrigos y todo lo que se pueda parecer a una cuerda. Al fin y al cabo, tendría que recelar de ellos si estuviera en la calle... aunque algún día entenderá que las mantas, los abrigos, las toallas... son para mí, no para ella, que ya lleva puesto un "plumífero" de serie. No se asusta cuando ve a los gatos de la vecina, porque aún no sabe que los gatos comen gorriones. Es capaz de vender su alma al diablo por un pedazo de miga de pan... y pasa olímpicamente de comer pienso prefabricado, barritas de caramelo, vitaminas de colores... etc., etc., etc. ¡Hombre, por Dios!... Vas tú a comparar semejante pijerío a un comedero lleno de buen alpiste, con algún cañamoncito para cuando se preste a la ocasión y, de vez en cuando, de la mano de mi compañera de piso -siempre de mano a pico- un jaramago fresco, o unos granitos de brécol, o pasta de huevo, pero de huevo, huevo (huevo de corral de La Clementina cocidito en casa y mezclado con pan rayado, rayado igualmente a mano con el rayador y en casa)... o simplemente pan. Pan con pan... pan tierno.
Cuando la saco a mi ventana, al sol de la mañana de invierno, es otra. Está más tranquila. Le pía a los gorriones del tejadillo, pero ya no lo hace con tanta pena. Su sitio es la ventana, por la mañana, al sol.
Cuando la saco a mi ventana, al sol de la mañana de invierno, es otra. Está más tranquila. Le pía a los gorriones del tejadillo, pero ya no lo hace con tanta pena. Su sitio es la ventana, por la mañana, al sol.
Poco a poco se va acostumbrando a mí. Yo hace tiempo que me acostumbré a ella, tanto que sin Alameda, la casa sería otra... el día, la noche... serían de otra manera. Creo que, en mi primer afán de no domesticarla demasiado, y luego de querer domesticarla para que no se asustara, cuando ya decidí que se quedaría conmigo, también ella me ha domesticado, a su manera, a mí.
No llegó en una estrella de cartón robado. Le bastó con la tapa de una tarrina de cedés. Cabía en cualquier lado. Le encanta ser gorrión. Le puse Alameda. Por el barrio... y por Alameda... y por la Alameda de Cádiz. Quiero creer que ha encontrado su nido... en mi ventana.
jueves, 7 de agosto de 2014
Azoteas
La ropa tendida al viento, que la mece, como mece al barrio -al cielo del barrio- que ya se duerme como un niño en brazos del aire.
Azoteas. Azoteas de mi barrio, de mis lugares del alma.
Abajo la calor del estío sevillano ya está dando su casi diaria tregua para resuello de propios y extraños. La gente estará empezando a salir de sus casas, para dar el paseo vespertino de cada día. La Alameda estará llena de niños jugando a tirarse globos de agua, o peloteando entre las columnas de los leones. La calle Feria habrá tranquilizado su pulso de vida.
Arriba, en el cielo, la tarde está conversando con el alma de los que un día, por un momento fugaz o una vida entera, fueron parte del barrio. Fueron y son. Míralos... ¿no los ves?. Están coloreando el cielo de la atardecida. Ahora son matiz, color, forma, aire... en la inusitada paleta del cielo del barrio. Del cielo de Sevilla. Del cielo.
Míralos... no pueden ser más que eso: anhelos. Anhelos que fueron siglo y luego alma. Y siempre Tierra... siempre Tierra, porque la Tierra en el alma prevalece a la muerte y a la vida. A la vida... y a la muerte.
Cielo, aire, crepúsculo, paleta con todos los colores...
Hoy ha sido Jueves. Algarabía y cambalache. Pero ya todo ha pasado, todo está tranquilo. Ya nada se vende ni se compra. Si acaso se da. La tarde sueña en las azoteas. El trajín se esconde hasta mañana, como un gorrión travieso.
Alguien está pintando el cielo del barrio de granas y violetas. Serán anhelos suspendidos, que a la tarde se encendieron... en el cielo de mi barrio.
viernes, 11 de julio de 2014
Barrio
Barrio... Barrio...
Casas desiguales. Gente que aún te da los buenos días, las buenas tardes y las buenas noches al pasar por tu lado. Tiendecitas pequeñas de toda la vida. O de toda mi vida. Bares con veladores. Tascas donde, a veces, se escucha un cante, una guitarra... una esquiva canción bohemia que se te cuela, clandestina, en el alma.
Barrio... Mañana de Sábado en el Mercado: un cartucho de chicharrones y una empanada del argentino. Una maceta.
Barrio cambalache, alma de tu vida y de la ajena vendida a saldo en medio de la calle. En medio... como el Jueves.
Barrio de noche, alma de flamenco y de jazz. Yembé por bulerías en el paseo. Todo un universo cuatro calles.
Barrio libertad. Dos palomas subidas a las columnas de los leones. Corrillos de jóvenes sentados en el suelo en el paseo. Pintas extrañas en la calle Feria. Un china que monta un Covirán. Niños que juegan al fútbol más callejero aún antes del anuncio de la Coca-Cola. Avanzadilla de todo lo libertario de Sevilla. De todo. Gheto morisco, Gheto de la homosexualidad, Gheto del Flamenco, Gheto... hasta del Flamenco que no querían los flamencos. De la Ópera Flamenca de los 20, el Carnaval de los 30, el Rock de los 70...
Barrio arco, barrio postigo sin cancela. Balcones con el piso de azulejo llenos de macetas de geranios. Barrio oliendo a tomillo, a albahaca. Corrala inmensa con las puertas de par en par. Galería con romero y yerbaluisa. Alguna que otra historia para no recordar. Barrio... barrio de barrio, barrio.
Barrio del alma, barrio indefinible conjunto de arquitecturas soñadas, o sentidas, o pensadas piel adentro y afuera. Barrio de mis ojos cerrados y una canción de Marinelli.
Barrio desolación. Puta y prostíbulo de una ciudad que lo quiso poco... demasiado poco. Plaza de la Mata y Vulcano, resquicio y relato de lo que no fue, sino es, aunque queramos esconderlo. Espejo ingrato y cierto de una sociedad burdel donde los sentimientos se compran se alquilan y se venden al mejor postor, con mucha más inmundicia que lo hiciera la más veterana de las meretrices. Pumarejo, por donde de vez en cuando vuelve a vagar el esperpento de la libertad, engañada y prostituída, buscando ambrosías vanas. Muchos ya cayeron, ángeles negros pateados por un corcel salvaje, irreductible... Quisieron ser como Dios... como algún Dios. Algunos... yo no digo que todos, pero algunos... eran genios.
Barrio esperanza, que naces y renaces cada día de entre las cenizas de la noche anterior. Barrio paleta de colores. Cielo azul de entreleones de las dos y cuarto de la tarde. Barrio pendenciero, valiente, echado hacia un futuro que ni tú siquiera conoces. Barrio diferente, diverso, distinto a cada paso, a cada minuto, en cada luz. Barrio que rompes cualquier molde en el que te quieran meter. Barrio vivo. Barrio "barrio".
Barrio... Barrio... el de la copla de Gardel, pero musicada y musitada a la sevillana manera... Barrio mío... Barrio... que tenés el alma inquieta de un gorrión sentimental.
Perdoná si al evocarte se me escapa un lagrimón.
Cádiz y Tú
Si me pierdo en tu mirada, me llevas a un mar en calma de atardecida.
Si me enredo entre tu pelo me tornasola el alma un sol plácido en el invierno.
Y si me paro a tu vera... me quedo para siempre a tu caricia.
Todo el blanco y todo el sol lo acrisolaste: el atardecer y el mar, la fuente y la rama, el balcón y el arriate, la brisa salina y dorada, la calma plácida que adormece, la alegría de una calleja de pobres, la finura de la plata repujada.
Todo se hizo Tú, y Tú lo eres todo...
Y al recordarte todo lo recuerdo.
Y en todo lo que recuerdo te hallo.
martes, 24 de diciembre de 2013
Como el que a este lugar llegó...
... Como el que a este lugar llegó
sin dar limosna se va
sin duda no reparó
que es mi Madre a quien la da
y quien la pide soy Yo.
(de un azulejo de la Iglesia de la Divina Pastora, en Cádiz)
Venía soñando desde Sevilla con verla. Sacrifiqué horas de estancia en la Tacita por encontrarme con aquella puerta abierta. Convencí a mi compañía, una amiga que vino del otro lado del charco siguiéndole los pasos a La Pepa, de que el mejor día para ir a Cádiz era el Domingo (aunque nos encontráramos con media ciudad cerrada y la otra media sin abrir), y de que aquella recóndita iglesia, que no conocía, tenía la fama de ser uno de los monumentos más bonitos de Cádiz, y por tanto había que ir a visitarla. Y a todo aquel al que paraba para preguntarle por alguna calle, por alguna plaza o algún monumento, le terminaba espetando: "Y de ahí se puede ir andando luego hasta la calle Sagasta, ¿verdad? ".
Y es que, aunque fue mi tierra sevillana la que por vez primera la llamó Pastora y la vistió como tal, a Cádiz le cabe la gloria de haber sido la primera que la supo reconocer anfitriona de la dulzura. La primera, hablando en prosa, que edificó una casa para Ella bajo la dulce advocación de Pastora de las Almas. Y eso pesaba mucho para aquella aprendiz de pastoreña, que apenas estrenaba entonces la medalla de su hermandad de San Antonio.
Eran casi las seis de la tarde cuando divisé desde Tavira los destellos de una cúpula cubierta de cerámica azul. Pocos minutos antes, utilizando un artilugio extraño que a fuerza de contraponer espejos y luces dibuja en una tela redonda el alma y el cuerpo de la ciudad entera -con su ropa tendida meciéndose al viento, sus gaviotas, y la tenue algarabía de su paisanaje dominical- una cicerone nos había paseado virtualmente por casi todo Cádiz, poniéndole nombre a cada barrio, a cada torre, a cada calle, a cada iglesia... También a la suya.
Apareció entonces a mis ojos, en la azotea de aquel mirador, como un pequeño joyero con forma de cáliz volcado, como si su corazón de azulejo y piedra fuera capaz de presentir que es una flor lo que dentro de ella se alberga. Tal que otra Bella Escondida, que en vez de otear Cádiz desde el cielo, se asomara al Cielo desde el Barrio La Viña.
Luego de bajar de Tavira me acerqué a la Plaza de las Flores, con la esperanza, alentada y orientada por la cicierone de la cámara oscura, de encontrar un kiosquillo donde comprar un carrete de fotografías.
Cádiz es mucho Cádiz. Cada rincón es un guiño a la gracia más andaluza, aunque no venga en la guía de monumentos que reparten a los turistas en la caseta de Canalejas; cada calle, rematada por la claridad salina del mar, se te mete en la retina y en el pensamiento; cada balconada es digna de ser inmortalizada no ya por una foto de tercera categoría, como las que solía tomar con mi desvencijada Konica, sino por el mejor de los pinceles; una simple casapuerta se convierte en el más recalcitrantemente hermoso de los monumentos cuando el sol juega a hacerle la corte a su favorita Gades, y Cádiz, voluptuosa, le corresponde regalándole mil y un tonos de blanco.
... Y yo, entre pitos y flautas, casi sin darme cuenta, había llegado a la última y la más ansiada de mis paradas en la trimilenaria sin apenas una foto que echar, quemado ya el segundo carrete que, por la mañana, recién llegada, compré a los pies de la Catedral, en el Bazar Yupi.
Recuerdo que después de encontrar el kiosco y el carrete, así como me había dicho la de la cámara oscura de la Torre Tavira, nos sentamos a tomar un helado en la esquina de la calle Columela. ¿O era un pastel?.
El resto… fue cosa de Ella.
Eran casi las siete de la tarde cuando nos levantamos de la heladería. Entonces no había Smartphones, ni acaso eran tan comunes los “gepeeses”, pero el “gepeese” en Cádiz se enciende rápido: preguntando se llega a Roma.
Y nos pusimos en camino: mi amiga -que no es pastoreña- iba detrás, despecio, disfrutando de cada paso por la Tacita... Yo iba delante, nerviosa, alborozada, casi volando por las calles a paso de crucero, deseando de llegar y contando las calles para no perderme según la explicación que nuestro “gepeese” particular -un viejo gaditano, orgulloso de vernos las dos foráneas y tan embelesadas con la ciudad- me había dado en el velador de la heladería: "Coge por Sacramento y cuenta la quinta calle de las que salen por la derecha. La quinta, la coges para abajo, y al fondo te encuentras la iglesia de la Pastora".
No me perdí. Pasé por San Lorenzo -me acordé de mi tierra, y de mi Pastora- y seguí de largo hasta el final de la calle, donde ya se puede atisbar el mar, porque huele a sal y a brisa. Al llegar al número noventa y dos, supe que había llegado a mi destino. No había más en la calle, así que debía ser aquello lo que tanto andaba buscando.
En la entrada colgaba un letrero que decía "CERRADO", pero la puerta estaba abierta, y era horario de rezo y visita, así que no me quedé asomada a la ventanita de cristal: Entré, y la miré lo más cerca que pude y que me dejó aquel asombro respetuoso que me embargaba desde los ojos a la punta de los dedos de los pies.
Salió alguien, intuyo que de la sacristía, y por un momento creímos que nos venía a decir “amablemente” que nos fuéramos. Pero no: en vez de eso, nos mostró toda la capilla, rincón por rincón.
Daba la impresión el hombre de estar algo asombrado al ver cómo dos "guiris" hablaban de la Pastora y de Fray Isidoro, de Fray Pablo y de los rosarios con estandarte, de Cádiz y de la propia capilla, y de la leyenda del Sueño en el coro bajo de Capuchinos. Entonces... la capilla estaba sola, en silencio... huérfana casi por completo de oraciones y de sueños.
Vimos el Simpecado, dechado orgulloso de destellos de platería, que conoció tiempos de mayor esplendor, cuando la Virgen salía cada año a pastorear su redil gaditano por las calles de La Viña, y que dicen -y con razón- que es pieza inigualable en toda su historia (y lo que le queda).
Entramos a la capilla sacramental, donde había una pequeña Pastorcita vestida de napolitana y resguardada dentro de una urna de cristal.
Nos habló del Cristo genovés, muy antiguo... arqueado el cuerpo herido e hiriente de dolor. San Cristóbal con el Niño y la bola del Mundo, y a su lado San Sebastián.
El retablo mayor, todo oro, ángeles y filigrana dieciochesca de Montes de Oca.
Y en el retablo, su camarín.
Y en su camarín... Ella.
No tenía puesto sombrero ni mantilla. Su misma cabellera le adornaba el rostro dulce, así como la pintara Tovar y como, dicen, la vio entre sueños Fray Isidoro. La saya rosa. El manto, terciado, azul. Sus manos... ¡ay sus manos!: flor de caricia una; y la otra, leve ronda de dulzura, sosteniendo suavemente, muy suavemente, un cayado entre un ramo de flores.
En su mirada baja de Niña Madre, sencilla y tierna, parecía recoger, no sé por qué misterioso encanto, las súplicas y alegrías y la vida diaria de cada alma, de cada corazón que llega buscando su consuelo.
Al mirarla, podría juraros que fue toda Cádiz... la Cádiz a la que había entrado por las Puertas de Tierra, la Cádiz que había oteado desde Tavira, por la que había paseado durante todo el día, empapándome de cada detalle, la de las balconadas blancas y la claridad salina al fondo de las calles; la Cádiz de la Catedral, tesoro de oro y blanco imponentemente erguido frente al azul del mar, y la de la Alameda Apodaca; y la de la Pepa y la Plaza de España; la de interminables paredes de piedra ostionera, ciento y pico de recoletos miradores coqueteando en el cielo y balcones blancos cuajados de flores… Era Cádiz entera la que aparecía de nuevo ante mis ojos, reflejada en aquel pequeño rostro, sencillo, cautivador... Incluso el árbol que le daba cobijo se me hacía igual que aquellos árboles que había visto salpicar cada calle, cada plaza, cuajados de flores violetas.
El Pastorcito estaba abajo, justamente debajo del camarín de su madre.
Tomé algunas fotografías, aun a sabiendas de que no saldrían demasiado bien.
Luego, apagué la cámara... y encendí los ojos, para que fueran ellos los que grabaran en la retina de los recuerdos más hermosos, aquel rostro, aquel momento.
Me arrodillé un instante, la miré queda, tranquilamente. Medio pudorosa, medio arrebolada, desgrané poco a poco ante Ella, silenciosamente, la oración que le suelo rezar a la Pastora cuando le rezo en mi Sevilla.
El reloj perdió sus manillas en aquel instante, prendido el tiempo en su mirada, en aquel rincón de una ciudad que no conocía, y sin embargo, me embriagaba.
El tiempo parecía haberse parado en Sagasta. ¡Pero en el resto del mundo corría como un gamo!.
Me hubiese gustado rezarle un rosario entero, con sus letanías pastoreñas, su “Embeleso de los Cielos” y la Consagración Calasancia. Pero se hacía tarde, y cuando mi compaña miró el reloj y me dijo, nerviosa, la hora que era, no pudimos más sino salir a escape, so pena de perder el último tren que nos llevara a Sevilla de vuelta.
Aún fuera de la parroquia, mientras mi amiga, ciertamente mejor orientada que yo, preguntaba por dónde podríamos acortar para llegar a la estación a tiempo, me fijé en una pequeña ventana que, inserta en la pared de la iglesia, albergaba el altar de una imagen del Pastor Niño, sentado, con un corderito. Y debajo, en un letrero, podía leerse:
"...Como el que a este lugar llegó
sin dar limosna se va
seguro no reparó
que es mi Madre a quien la da
y quien la pide soy Yo"
No hubo tiempo para dar la limosna. ...Sin duda, como rezaba la leyenda en la ventanita, no reparé en ello. Quizá ni tan siquiera reparaba en marchar, y cuando lo hube de hacer, no podía ya volver sobre mis pasos. Hubiera perdido el tren... y me hubiera convertido, como en el pasaje bíblico, en una estatua de sal (de sal de Cádiz), sin poder volver, de una y otra manera, a mi lugar: Sevilla.
Cuando llegué a Sevilla, abrí mi ordenador, me conecté a la red y busqué una balconada virtual que tuviera el cierro muy blanco y diera al mar de aquella Cádiz que recién conocía, y empezaba ya a enamorarme. Y en la esperanza de que por casualidad, o por providencia... o por Supercable -vaya usted saber- quizá algún gaditano o gaditana asomárase al mismo balcón, escribí estas palabras:
“Miren ustedes, gaditanos, gaditanas: os pido que me hagáis un gran favor.
Cuando pasen por la calle Sagasta... lléguense a saludarla... Si está cerrada la puerta de la iglesia, no se apuren... vuelvan en otro momento. Ustedes la tenéis tan cerca…
Récenle un Ave María... o al menos un Bendita Sea Tu Pureza, que es más corto...
Quizá eso valga para saldar esa cuenta de devoción que esta sevillana dejó pendiente en la Tacita ante su mirada.
Quizá eso me sirva de puente en el alma, y me guíe los pasos de nuevo -algún día- como miguillas de pan místico hasta ese joyero blanco, rematado en porcelana azul, con forma de cáliz volcado hacia abajo, que guarda con celo la más bonita Flor que vi en mi viaje a Cádiz: la Divina Pastora de la calle Sagasta”.
sin dar limosna se va
sin duda no reparó
que es mi Madre a quien la da
y quien la pide soy Yo.
(de un azulejo de la Iglesia de la Divina Pastora, en Cádiz)
Venía soñando desde Sevilla con verla. Sacrifiqué horas de estancia en la Tacita por encontrarme con aquella puerta abierta. Convencí a mi compañía, una amiga que vino del otro lado del charco siguiéndole los pasos a La Pepa, de que el mejor día para ir a Cádiz era el Domingo (aunque nos encontráramos con media ciudad cerrada y la otra media sin abrir), y de que aquella recóndita iglesia, que no conocía, tenía la fama de ser uno de los monumentos más bonitos de Cádiz, y por tanto había que ir a visitarla. Y a todo aquel al que paraba para preguntarle por alguna calle, por alguna plaza o algún monumento, le terminaba espetando: "Y de ahí se puede ir andando luego hasta la calle Sagasta, ¿verdad? ".
Y es que, aunque fue mi tierra sevillana la que por vez primera la llamó Pastora y la vistió como tal, a Cádiz le cabe la gloria de haber sido la primera que la supo reconocer anfitriona de la dulzura. La primera, hablando en prosa, que edificó una casa para Ella bajo la dulce advocación de Pastora de las Almas. Y eso pesaba mucho para aquella aprendiz de pastoreña, que apenas estrenaba entonces la medalla de su hermandad de San Antonio.
Eran casi las seis de la tarde cuando divisé desde Tavira los destellos de una cúpula cubierta de cerámica azul. Pocos minutos antes, utilizando un artilugio extraño que a fuerza de contraponer espejos y luces dibuja en una tela redonda el alma y el cuerpo de la ciudad entera -con su ropa tendida meciéndose al viento, sus gaviotas, y la tenue algarabía de su paisanaje dominical- una cicerone nos había paseado virtualmente por casi todo Cádiz, poniéndole nombre a cada barrio, a cada torre, a cada calle, a cada iglesia... También a la suya.
Apareció entonces a mis ojos, en la azotea de aquel mirador, como un pequeño joyero con forma de cáliz volcado, como si su corazón de azulejo y piedra fuera capaz de presentir que es una flor lo que dentro de ella se alberga. Tal que otra Bella Escondida, que en vez de otear Cádiz desde el cielo, se asomara al Cielo desde el Barrio La Viña.
Luego de bajar de Tavira me acerqué a la Plaza de las Flores, con la esperanza, alentada y orientada por la cicierone de la cámara oscura, de encontrar un kiosquillo donde comprar un carrete de fotografías.
Cádiz es mucho Cádiz. Cada rincón es un guiño a la gracia más andaluza, aunque no venga en la guía de monumentos que reparten a los turistas en la caseta de Canalejas; cada calle, rematada por la claridad salina del mar, se te mete en la retina y en el pensamiento; cada balconada es digna de ser inmortalizada no ya por una foto de tercera categoría, como las que solía tomar con mi desvencijada Konica, sino por el mejor de los pinceles; una simple casapuerta se convierte en el más recalcitrantemente hermoso de los monumentos cuando el sol juega a hacerle la corte a su favorita Gades, y Cádiz, voluptuosa, le corresponde regalándole mil y un tonos de blanco.
... Y yo, entre pitos y flautas, casi sin darme cuenta, había llegado a la última y la más ansiada de mis paradas en la trimilenaria sin apenas una foto que echar, quemado ya el segundo carrete que, por la mañana, recién llegada, compré a los pies de la Catedral, en el Bazar Yupi.
Recuerdo que después de encontrar el kiosco y el carrete, así como me había dicho la de la cámara oscura de la Torre Tavira, nos sentamos a tomar un helado en la esquina de la calle Columela. ¿O era un pastel?.
El resto… fue cosa de Ella.
Eran casi las siete de la tarde cuando nos levantamos de la heladería. Entonces no había Smartphones, ni acaso eran tan comunes los “gepeeses”, pero el “gepeese” en Cádiz se enciende rápido: preguntando se llega a Roma.
Y nos pusimos en camino: mi amiga -que no es pastoreña- iba detrás, despecio, disfrutando de cada paso por la Tacita... Yo iba delante, nerviosa, alborozada, casi volando por las calles a paso de crucero, deseando de llegar y contando las calles para no perderme según la explicación que nuestro “gepeese” particular -un viejo gaditano, orgulloso de vernos las dos foráneas y tan embelesadas con la ciudad- me había dado en el velador de la heladería: "Coge por Sacramento y cuenta la quinta calle de las que salen por la derecha. La quinta, la coges para abajo, y al fondo te encuentras la iglesia de la Pastora".
No me perdí. Pasé por San Lorenzo -me acordé de mi tierra, y de mi Pastora- y seguí de largo hasta el final de la calle, donde ya se puede atisbar el mar, porque huele a sal y a brisa. Al llegar al número noventa y dos, supe que había llegado a mi destino. No había más en la calle, así que debía ser aquello lo que tanto andaba buscando.
En la entrada colgaba un letrero que decía "CERRADO", pero la puerta estaba abierta, y era horario de rezo y visita, así que no me quedé asomada a la ventanita de cristal: Entré, y la miré lo más cerca que pude y que me dejó aquel asombro respetuoso que me embargaba desde los ojos a la punta de los dedos de los pies.
Salió alguien, intuyo que de la sacristía, y por un momento creímos que nos venía a decir “amablemente” que nos fuéramos. Pero no: en vez de eso, nos mostró toda la capilla, rincón por rincón.
Daba la impresión el hombre de estar algo asombrado al ver cómo dos "guiris" hablaban de la Pastora y de Fray Isidoro, de Fray Pablo y de los rosarios con estandarte, de Cádiz y de la propia capilla, y de la leyenda del Sueño en el coro bajo de Capuchinos. Entonces... la capilla estaba sola, en silencio... huérfana casi por completo de oraciones y de sueños.
Vimos el Simpecado, dechado orgulloso de destellos de platería, que conoció tiempos de mayor esplendor, cuando la Virgen salía cada año a pastorear su redil gaditano por las calles de La Viña, y que dicen -y con razón- que es pieza inigualable en toda su historia (y lo que le queda).
Entramos a la capilla sacramental, donde había una pequeña Pastorcita vestida de napolitana y resguardada dentro de una urna de cristal.
Nos habló del Cristo genovés, muy antiguo... arqueado el cuerpo herido e hiriente de dolor. San Cristóbal con el Niño y la bola del Mundo, y a su lado San Sebastián.
El retablo mayor, todo oro, ángeles y filigrana dieciochesca de Montes de Oca.
Y en el retablo, su camarín.
Y en su camarín... Ella.
No tenía puesto sombrero ni mantilla. Su misma cabellera le adornaba el rostro dulce, así como la pintara Tovar y como, dicen, la vio entre sueños Fray Isidoro. La saya rosa. El manto, terciado, azul. Sus manos... ¡ay sus manos!: flor de caricia una; y la otra, leve ronda de dulzura, sosteniendo suavemente, muy suavemente, un cayado entre un ramo de flores.
En su mirada baja de Niña Madre, sencilla y tierna, parecía recoger, no sé por qué misterioso encanto, las súplicas y alegrías y la vida diaria de cada alma, de cada corazón que llega buscando su consuelo.
Al mirarla, podría juraros que fue toda Cádiz... la Cádiz a la que había entrado por las Puertas de Tierra, la Cádiz que había oteado desde Tavira, por la que había paseado durante todo el día, empapándome de cada detalle, la de las balconadas blancas y la claridad salina al fondo de las calles; la Cádiz de la Catedral, tesoro de oro y blanco imponentemente erguido frente al azul del mar, y la de la Alameda Apodaca; y la de la Pepa y la Plaza de España; la de interminables paredes de piedra ostionera, ciento y pico de recoletos miradores coqueteando en el cielo y balcones blancos cuajados de flores… Era Cádiz entera la que aparecía de nuevo ante mis ojos, reflejada en aquel pequeño rostro, sencillo, cautivador... Incluso el árbol que le daba cobijo se me hacía igual que aquellos árboles que había visto salpicar cada calle, cada plaza, cuajados de flores violetas.
El Pastorcito estaba abajo, justamente debajo del camarín de su madre.
Tomé algunas fotografías, aun a sabiendas de que no saldrían demasiado bien.
Luego, apagué la cámara... y encendí los ojos, para que fueran ellos los que grabaran en la retina de los recuerdos más hermosos, aquel rostro, aquel momento.
Me arrodillé un instante, la miré queda, tranquilamente. Medio pudorosa, medio arrebolada, desgrané poco a poco ante Ella, silenciosamente, la oración que le suelo rezar a la Pastora cuando le rezo en mi Sevilla.
El reloj perdió sus manillas en aquel instante, prendido el tiempo en su mirada, en aquel rincón de una ciudad que no conocía, y sin embargo, me embriagaba.
El tiempo parecía haberse parado en Sagasta. ¡Pero en el resto del mundo corría como un gamo!.
Me hubiese gustado rezarle un rosario entero, con sus letanías pastoreñas, su “Embeleso de los Cielos” y la Consagración Calasancia. Pero se hacía tarde, y cuando mi compaña miró el reloj y me dijo, nerviosa, la hora que era, no pudimos más sino salir a escape, so pena de perder el último tren que nos llevara a Sevilla de vuelta.
Aún fuera de la parroquia, mientras mi amiga, ciertamente mejor orientada que yo, preguntaba por dónde podríamos acortar para llegar a la estación a tiempo, me fijé en una pequeña ventana que, inserta en la pared de la iglesia, albergaba el altar de una imagen del Pastor Niño, sentado, con un corderito. Y debajo, en un letrero, podía leerse:
"...Como el que a este lugar llegó
sin dar limosna se va
seguro no reparó
que es mi Madre a quien la da
y quien la pide soy Yo"
No hubo tiempo para dar la limosna. ...Sin duda, como rezaba la leyenda en la ventanita, no reparé en ello. Quizá ni tan siquiera reparaba en marchar, y cuando lo hube de hacer, no podía ya volver sobre mis pasos. Hubiera perdido el tren... y me hubiera convertido, como en el pasaje bíblico, en una estatua de sal (de sal de Cádiz), sin poder volver, de una y otra manera, a mi lugar: Sevilla.
Cuando llegué a Sevilla, abrí mi ordenador, me conecté a la red y busqué una balconada virtual que tuviera el cierro muy blanco y diera al mar de aquella Cádiz que recién conocía, y empezaba ya a enamorarme. Y en la esperanza de que por casualidad, o por providencia... o por Supercable -vaya usted saber- quizá algún gaditano o gaditana asomárase al mismo balcón, escribí estas palabras:
“Miren ustedes, gaditanos, gaditanas: os pido que me hagáis un gran favor.
Cuando pasen por la calle Sagasta... lléguense a saludarla... Si está cerrada la puerta de la iglesia, no se apuren... vuelvan en otro momento. Ustedes la tenéis tan cerca…
Récenle un Ave María... o al menos un Bendita Sea Tu Pureza, que es más corto...
Quizá eso valga para saldar esa cuenta de devoción que esta sevillana dejó pendiente en la Tacita ante su mirada.
Quizá eso me sirva de puente en el alma, y me guíe los pasos de nuevo -algún día- como miguillas de pan místico hasta ese joyero blanco, rematado en porcelana azul, con forma de cáliz volcado hacia abajo, que guarda con celo la más bonita Flor que vi en mi viaje a Cádiz: la Divina Pastora de la calle Sagasta”.
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