La ropa tendida al viento, que la mece, como mece al barrio -al cielo del barrio- que ya se duerme como un niño en brazos del aire.
Azoteas. Azoteas de mi barrio, de mis lugares del alma.
Abajo la calor del estío sevillano ya está dando su casi diaria tregua para resuello de propios y extraños. La gente estará empezando a salir de sus casas, para dar el paseo vespertino de cada día. La Alameda estará llena de niños jugando a tirarse globos de agua, o peloteando entre las columnas de los leones. La calle Feria habrá tranquilizado su pulso de vida.
Arriba, en el cielo, la tarde está conversando con el alma de los que un día, por un momento fugaz o una vida entera, fueron parte del barrio. Fueron y son. Míralos... ¿no los ves?. Están coloreando el cielo de la atardecida. Ahora son matiz, color, forma, aire... en la inusitada paleta del cielo del barrio. Del cielo de Sevilla. Del cielo.
Míralos... no pueden ser más que eso: anhelos. Anhelos que fueron siglo y luego alma. Y siempre Tierra... siempre Tierra, porque la Tierra en el alma prevalece a la muerte y a la vida. A la vida... y a la muerte.
Cielo, aire, crepúsculo, paleta con todos los colores...
Hoy ha sido Jueves. Algarabía y cambalache. Pero ya todo ha pasado, todo está tranquilo. Ya nada se vende ni se compra. Si acaso se da. La tarde sueña en las azoteas. El trajín se esconde hasta mañana, como un gorrión travieso.
Alguien está pintando el cielo del barrio de granas y violetas. Serán anhelos suspendidos, que a la tarde se encendieron... en el cielo de mi barrio.
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