Mediodía de Sábado.
Agosto agoniza lánguidamente, sin querer dejar de ser Agosto
todavía. Apogeo de luz en la calle Feria. Acabo de salir del
Mercado, y tiro para atrás, para la Cruz Verde, para comprar algo en
los chinos de la esquina de González Cuadrado.
Voy cargada. La verdad
es que no sé muy bien por qué no lo hice al revés: primero
acercarme a la Cruz Verde, y luego al Mercado. Probablemente entré
desde la Alameda a la altura del Mercado, y no quise esperar más
para llevarme mi col, mis papitas nuevas, mi sandía y unas uvas que
estaban diciendo en el puesto “co-me-mé”.
Camino. Quizá es poco
comprensible el efecto imán que ciertos lugares de mi ciudad causan
sobre mi persona. Es algo que me penetra por los ojos, por los oidos,
por la piel acaso... pero que difícimente podría explicar. Yo no
nací en la calle Feria. Ni en la Alameda. Ni en San Lorenzo. Mi
niñez y mi juventud transcurrieron entre dos barriadas de
extramuros, una al Norte y otra al Sur de la ciudad. No recuerdo
haber jugado en la Plaza de San Lorenzo, ni ir con mi madre al
mercado de la calle Feria. Acaso, de muy niña, pasar por la Alameda
la tarde de algún Domingo buscando la puerta de una iglesia, no
recuerdo cuál. Sin embargo, algo me llama poderosamente a perderme
en este paisaje, o paisanaje que, por alguna escondida razón, no me
es extraño.
Me hago una con todo lo
que me rodea. No pienso. Sólo camino. Se me olvida la carga, quizá
de tan asumida. No me molesta el sol, ni el calor. Y no sé por qué,
porque el termómetro, probablemente, roza los cuarenta.
Llego a la esquina de la
Correduría y tiro para adentro. Y paro. Me llaman a la atención
unas notas que salen de algún balcón. Es un piano. No podría jurar
que fuera alguien que estuviera tocando dentro, en alguna casa, o
quizá una grabación. Incomprensiblemente el eco de aquel sonido me
llegó más claro al alma que al oido. Me quedo inmóvil, por un
momento. Me siento como una paloma dejando que el sol le entre por
entre las alas. Quizá fuera el sol del mediodía... o las notas de
aquel piano... que poco a poco, remoloneándose en su propio susurro,
iba desgranando una bohemia melodía, como quien tararea cualquier
cancioncilla sin apenas darse cuenta.
¿La Vie en Rose?...
¡Sí!... Es La Vie en Rose. La Vie en Rose... Miles de recuerdos
vinieron entonces conmigo a aquel rincón de la calle Feria. Pero no
querían ser recuerdos. Como animados por el sonido apenas percibido
de aquella casi melodía se iban engarzando, enredando en el
presente, fundiéndose al calor del sol casi septembrino en esa
sensación total que a veces te hace ser y sentirte plena, sin
límite.
Y sigo entonces mi
marcha. Por el balcón siguen sonando las notas de La Vie en Rose en
un piano, sabrá Dios si presente o imaginado. Y yo pienso, cabilo,
casi sin darme cuenta...
Qué será de mí si
algún día no puedo pasear por la calle Feria.
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