lunes, 7 de marzo de 2011

NO HABÍA PALOMAS BLANCAS. Mi Pastora de San Antonio de Rosario a los Humeros

Como una paloma... blanca... arrebolada. Tan etéreamente terrena como el aleteo de sus alas cuando alza el vuelo. Tan cálida como su arrullo, cuando el sol choca de lleno en el suelo añejo de su terruño.


Como una paloma blanca, matizada por los rayos del mediodía, que hacen cálido el blancor almidonado de los buenos sueños de Sevilla.

Como una paloma.

Como una paloma blanca, no zurita, ni siquiera gabina, de esas que tanto abundan por su barrio.


La puerta de la Gavidia está flanqueada eternamente por los centinelas del barrio. Da igual que a Daoiz lo llenen de pinchos hasta las orejas... Ellas están en su sitio. Son herederas del noble linaje de las bravías... y como bravías que son, no abandonarán la plaza.

Son azules, grises, negruzcas, ensombrecidas. Quizá a fuerza de tanto surcar el cielo del barrio de parte a parte, fue éste el que las pintó de otoño, en perfecta consonancia con sus calles, con sus gentes... con esa secular sobriedad otoñal de San Lorenzo.

También hay algunas pardas, de las que los palomeros llaman bayas. A mí me gusta pensar que esas son de San Antonio, o de Santa Rosalía... y por eso van vestidas con hábitos franciscanos, del color del pan horneado, cálido de barrio y de fuego bien temperado, recién salido de la tahona.

Van de la Gavidia a la Plaza, de la Plaza a la Gavidia... Algunas se cuelan, quizá perdidas o por un instante desorientadas, por la calle Baños; y otras se pierden por la Concordia hasta la Plaza del Duque, donde nunca les falta un alma caritativa que les haga caer algunos granos de arroz inflado, o “gusanitos” de maíz.

Pero las palomas son palomas... y, como las palomas, siempre vuelven.

Han estado siempre allí... Vieron llegar al Señor y al Traspaso, al Rey con Rocamador, a Fray Isidoro, a Fray Diego y a la revolución del 68, a la Soledad, a la Palma, a San Antonio y a San Francisco... y a María Auxiliadora con su cohorte de salesianas. Y por más que el Ayuntamiento intente quitarlas de en medio, allí han de seguir, quizá hasta que San Lorenzo sea solamente un barrizal de recuerdos conclusos y  dormidos, perdido en lo arcano de la historia de Sevilla.

Son tan de San Lorenzo como las propias paredes del barrio, como las vencidas acacias de la Plaza, en cuyos huecos anidan, como la vieja torre de la iglesia, mora y cristiana, que parte el cielo del barrio en dos mitades. Se bañan y beben en la fuente que el Ayuntamiento puso hace poco en la Plaza, para aliviar la sed momentánea y la calor estival de lorentinos y transeúntes, porque ellas saben que son las dos cosas. Duermen en la techumbre de la Parroquia, donde han aprendido a convivir hasta con las trampas que desde hace años quieren diezmarlas. Comen de lo que les echa la vecindad. Y del arroz que queda en el suelo después de las bodas. Y del bocadillo de la merienda puerilmente abandonado en una esquina, a hurtadillas de los ojos cansados de los abuelos, cuando la Plaza se llena de algarabía y juegos infantiles, a media tarde. Son parte del paisaje y del paisanaje lorentino, umbrío, gris, azulado, ensombrecido de otoño como ellas.


 ... Pero no había palomas blancas.

Faltaba en el barrio una luz que anunciara el alba, en un vuelo inusitado de blancores cálidamente tornasolados por el astro que al mismo barrio le dio nombre.

Faltaba blancura y lozanía, de cal, de arrabal... Faltaba la frescura del río grande, y la brisa salina y dulce de soñados canales que suenan por igual a gracia gaditana y a patios cordobeses.

Faltaban sábanas tendidas al viento en las mañanas de Noviembre, sombrío de difuntos y recuerdos. Faltaba blancura de amanecidas blancas, de miga de pan blanca y caliente.

No había palomas blancas... mensajeras de esperanza que tiñeran de oro blanco el azabache inmenso de la penumbra atávica del Corazón de Sevilla.


 Salió de mañana... como siempre. Vestida de mañanitas... como todos los años. Iba blanca... blanca de albas serenas... blanca con la luz de un sol aún adormecido, que se deslizaba, como Ella, por el intrincado laberinto de las callejas del barrio y sus alrededores.

Salió, y como las otoñales palomas de su barrio, se perdió entre resquicios que tan sólo saben descifrar en sus vuelos las palomas, transitando por las calles y el tiempo, bebiéndose el sol que, embelesado, la acompañaba por callejuelas perdidas hasta más allá de la frontera del País del Eterno Otoño.


 La umbría desvaneció su manto. El barrio descorrió su velo de otoño, y Mayo, equivocado de fecha y de lugar -o quizá no tanto-, acarició su cara con un rayo de sol sencilla, franciscanamente dorado, a la salida de la capilla de Los Humeros.

No había palomas blancas. No había más palomas blancas en San Lorenzo. Las palomas de su barrio son como él: zuritas, otoñales, ensombrecidas.

Tal vez sólo una paloma blanca vio nacer el viejo barrio de San Lorenzo. Blanca de paz y lozanía, de miga de pan caliente, de cal, de sábana blanca tendida al viento... Y aquella mañana, ¡Santo Dios!, estaba más blanca que nunca.

Como una paloma, arrebolada, blanca...

... Como una paloma blanca, matizada por los rayos del mediodía, que hacen cálido el blancor almidonado de los Buenos Sueños de Sevilla.


A mi Pastora de San Antonio, cuando hace unos años, en Noviembre de 2008, fue en Rosario de la Aurora a la capilla de Los Humeros.

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