lunes, 1 de agosto de 2011

El sueño de un desterrado (I)

“Guarda en su finura el sueño
 de una vocación perdida.
 Todo terruño añorado
 duerme en su perfil pequeño.
 Ella Misma es todo sueño,
 y en soñar le va la vida.
 Mas es Ella lo soñado...
 Que el Sueño de un desterrado
 es la Tierra Prometida.”




Dicen que no era de Triana...

Que llegó con el alma ya vieja desde la otra margen del río.

Vicisitudes políticas de una España revuelta, que nunca fue "una",  lo sacaron de su casa a golpe de decretazo, le privaron de llevar consigo sus señas de identidad, lo apearon del camino que en otro tiempo decidió tomar, y lo disfrazaron de persona normal, sin ideales, sin idiosincracia... un personajillo al uso de la época.

Probablemente se pudo ir de Sevilla, y así habría evitado todo lo que pasó después. Muchos lo hicieron. En las Américas todo era distinto...

Pero no se fue.

Lo tuvieron pululando, paseando su destierro sentimental, por varios barrios de la ciudad. Y cuando ya le pesaba el alma demasiado, lo mandaron a Triana... para más inri a Triana... al otro lado del río, donde la palabra DESTIERRO ya no era solamente una manera figurativa de nombrar el desarraigo. ¡Ay, el río!... ¡el Río Grande!... Qué grande es... algunas veces.

Se llamaba Miguel, igual que el arcángel que vela por Sevilla. Nunca cambió su nombre. ¿Para qué?... Suelen cambiarlo los frailes para reseñar algún santo de su devoción, a menudo la devoción de su ciudad natal, y luego se colocan el nombre de su tierra por apellido. Pero él ya tenía a su tierra en su nombre de pila. "Fray Miguel... ¿de Sevilla?"... Hubiera quedado redundante y un poco hortera, la verdad.

No hay peor destierro que el que te separa de tu propio ser. Ni mayor crimen que mutilar un alma arrancándole algo que le es esencial, como sus creencias y su vocación, sean estas, y aquella, las que fueren.

Se llamaba Miguel, nació en Sevilla, ya no era capuchino, y como todos los desterrados y los parias de todos los tiempos y lugares, soñaba con regresar a la Tierra Prometida, al tiempo de las flores.

Y lo mandaron a Triana... que no había otro sitio... Tuvo que ser a Triana, con el río de por medio. Y en Triana, soñando en la Tierra Prometida, en el Sueño más Sevillano, intentó, por un instante, traerlo desde la orilla de su pasado. Luego pensó... y al cabo dijo para sí: "Sí... eso haré... La traeré hasta aquí. La traeré hasta Triana. Será el Sueño de Triana, igual que lo es de Sevilla".

En cierto modo, Miguel hizo lo mismo que Isidoro, pero al revés: Isidoro pensaba... pensaba en cómo tenía que ser aquella Señora que encandilara a Sevilla. Pensaba y no daba con la clave... hasta que lo soñó. Miguel soñaba con la Tierra Prometida. Soñaba, pero no podía poner en claro aquello que soñaba; no lo atinaba a pensar con la consciencia necesaria para el que quiere poner en pie un proyecto más o menos de futuro.

En vano buscó por toda la ciudad, a un lado y al otro del río, un rostro, una cara, unos ojos... que expresaran aquello que él sentía cuando pensaba en Ella, casi ensoñando. Fueron bocetos y bocetos... artistas y más artistas... madera, barro, papelón... Y no, aquello no era... ni aquello, ni aquello otro, ni lo otro... ni lo de más allá. Aquello... no era lo que él quería. Eran bonitas, pero no era Ella.

Cansado, quizá a punto de dejar volar su sueño, sentose un rato al pie de la Virgen marinera. Lloraba, pero en su semblante había algo... algo que no dejaba morir aquella especie de bohemia, de ensoñación, que el viejo cura albergaba en su pecho. "Con razón te llaman Esperanza los trianeros", le dijo muy bajito. Y se levantó lentamente, y caminó hasta el puente -el puente de barcas- porque aquella mañana había de bajar a Sevilla.


Había ya dejado Triana atrás, y aún en la otra orilla sentía aquella brisa marinera llena de esperanza que junto a Ella había sentido. Recorría las puertas y las calles. Iba absorto. Quizá en la Esperanza. Quizá en la Tierra Prometida. Quizá era que conocía bien el camino. Al fin y al cabo, se trataba de su ciudad, y él había nacido en aquella margen del río.

Mas de repente, sin quererlo, sintió que algo parecía mirarlo desde una ventana de la calle. Sin saber por qué, como prendido de una intuición que no fuera la suya, volvió la cabeza. En seguida reconoció aquel rostro.

Tras la ventana, un viejo escultor sacaba algo a la entraña de un agreste leño... Miguel no pudiera haber jurado el qué. Al fondo, sobre un armazón desnudo hecho con listones de madera, estaba Ella, la que había atraído su atención, sacándolo de la abstracción en la que caminaba.

Era apenas una niña. Morena, como la Esperanza. Su rostro trasminaba dulzura. Parecía que soñaba, absorta en no se sabe qué tiernos pensamientos. La serenidad hacía nido en sus ojos. Nada quebraba la inocencia de aquella muchacha que miraba, solícita, hacia la ventana. Soñaba. Un anhelo de tierras lejanas, devueltas en la ternura de lo recordado, parecía transir su sueño, más tan leve y dulcemente que la pena no hendía una mínima raíz por entre sus ensimismadas cavilaciones, ni en las de aquel que se regalaba en su mirada.

- Oiga usted, buen hombre... ¿Es suya esa Virgen?.

- Sí, mía es?. ¿Por qué?.

- Se parece a la Esperanza, a la Esperanza de Triana.

- Sí... algo. A mi padre le hubiera gustado verla. Fue mi padre el que talló a la Esperanza. Algunas veces el recuerdo me embarga, y entonces parece que fuera él el que me guiara las manos... Sin embargo, ésta es de Gloria. La Esperanza, de pasión.

El hombre hablaba, sin quitar la vista, ni acaso la atención, de lo que estaba haciendo. Miguel, ávido y absorto a un tiempo en aquella visión, seguía preguntando.

- ¿Qué Virgen es?.

- No sé... no es un encargo. Aún está por terminar. Sólo le tengo el busto, la cara. A decir verdad, que lo mismo puede ser una Virgen del Rosario, que de Belén... o una Virgencita del Carmen. Cuando termine Ésta me pondré con Ella... y Ella sola me lo dirá lo que quiere ser.

- ... O una Pastora.

Por un instante los dos viejos se miraron. El escultor no había caído jamás en que aquel rostro pudiera ser el de una Pastora. A Miguel no le cabía el beneficio de la duda. Cuando un rostro te dice algo clara y meridianamente no hay vuelta de hoja, o lo que es lo mismo: una imagen, cuando se representa ante ti tan nítidamente, vale más que mil palabras.

- ¿Una Pastora?...

- Una Pastora -insistió Miguel- Una Pastora para Triana.

 

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