viernes, 1 de abril de 2011

Necesidad

Necesito ir a la Fuente. Necesito beber del agua de su dulzura. Tengo sed. Siempre tengo sed. Sed de verdad. Sed de tranquilidad. Sed de dulzura. Sed de consuelo. Sed de poder ser como soy, de quitarme la careta y mirarla, simplemente mirarla, para contarle todo lo que la vida me quita y lo que me da. De poder recordarla vívidamente cuando la siento lejos, sin que su imagen se me desvanezca entre recuerdos. De pensar que me quedan sólo unos días para volver a beber.

No es que sea mi responsabilidad... no. No es que sienta la obligación moral de cumplir una norma estipulada, hace años, por otro al que haya de rendir la pleitesía que se rinde a los que ya han traspasado con su obra la barrera de los siglos. Es que es mi medicina, mi descanso, mi remanso, mi paz...

Todas las semanas acudo a la cita. Me espera como siempre: el rostro ensimismado entre dulzuras, sentada -no hay prisas- en el minúsculo terruño que llena de luz, de Gloria. A su lado, raro es que no tilile la llama de alguna velita, inocentemente sencilla, inefablemente franciscana como Ella, inequívoco testigo de que alguien, antes que yo, ya fue a beber del manantial de su mirada.

Toda la semana, todos los días de la semana, me levanto entre ojos que me miran escrutando cada milímetro de mi ser personal, de mi idiosincracia y mi manera de ver y tratar todas las cosas, de mi fisonomía, de mi manera de vestir y de peinar, de si estoy o no maquillada, de si me perfumo con Carolina Herrera o con Heno de Pravia.

Toda la semana tengo que ser "la mejor", "la más graciosa", "la más simpática", la que mejor vende la mercancía, la que siempre te va a solucionar el problema, la que convence a la gente... aunque me dé cuenta de que es la gente la que, bajo la trama de una sobrevalorada simpatía, me vence a mí, sin convencerme.

Es parte del juego de una sociedad que hace mucho tiempo ha abandonado todo atisbo de valor. No es que haya perdido el Norte... sino mucho peor: es que lo ha encontrado tirando siempre para delante, pasando de puntillas por la vida, sobre las cabezas de las personas, sin profundizar por un instante en quiénes son esas cabezas, qué piensan, qué sienten. Todo es superficial, artificio. Es la mejor manera para no sentir, no sufrir... no desesperar. Y no perder un tiempo "precioso", quizá porque eso sería un gasto innecesario, que a menudo no tenemos previsto en nuestro planning, y que luego nos haría estar más agobiados (más todavía) para llegar en punto a ninguna parte.

Todo encaja... En realidad todo encaja en un puzzle que, mientras nadie se niegue a formar, queda perfectamente engarzado. Y si alguien se niega a ello, los demás lo ignoran, lo cercan, sitían su personalidad y, cuando el sitio se hace insistenible, necesariamente él solo tragará y comulgará con ruedas de molino. "Impepinable", como diría aquél.

Es la civilización del siglo XXI. La "sociedad digital", en la que todos tenemos que ser o "ceros", o "unos", y así todo suena estupendamente.

Toda la semana está llena de obstáculos, de espinas, de rabia y desesperanzas contenidas. Pero ese momento del Sábado por la tarde, o la mañana del Domingo, sólo es Ella... su dulzura, su mirada... y la posibilidad de desnudar los sombríos lugares del alma ante su presencia, lo mismo que se desnuda, paso a paso, sin pudor alguno ante mis ojos, la umbría sonora de San Lorenzo, tras cruzar la sutil, impalpable, pero diferenciablemente perceptible, frontera de La Gavidia.

Misa de Domingo, a las doce y media en San Antonio. O un Sábado cualquiera por la tarde, como aquel en que, hace casi seis años, llegué buscándola.

Y el primer Sábado de cada mes, Sabatina, con el altar hermoseado como un niño chico vestido de Domingo de Ramos. Rosario y letanías, el sempiterno primer día de la "novenísima" de mil setecientos y pico... "Dios te salve hermosísima, bellísima y graciocísima María, Pastora Soberana del mismo Dios humanado...", y ese Salve Madre, que huele y suena a terruño, a Porciúncula franciscana reconstruida a la sevillana manera, y a pan caliente cuando crepita entregándose dócil entre las manos.

Ese día, el pie de las velitas está casi por completo encendido, signo inequívoco de que no uno, sino muchos, vinieron ya a beber de la Fuente de la Vida, entre las protectoras paredes de su convento franciscano. Y cuesta trabajo encontrar un hueco en el banco contiguo al altar, ese desde donde su mirada se vislumbra aún más bella, más ensimismada, más transida de esa alegría serena, inalienable, de la que hablaba "el poverello".

Todo tiene que ver con Ella. Todas las palabras y las miradas vienen o van a parar a su mirada de madre, su dulzura ensimismada, lo bonita que está, lo bonita que Es.

No... No se trata de un compromiso... Del cumplimiento de una regla arbitraria que alguien quiso imponer o proponer al resto. Ni de airear la medalla para que se vaya ennegreciendo un poco más el cordón. Ni de salir a dar un paseo por el Centro y de paso escuchar misa. Ni de ir "de capilleo" a ver el culto de una Hermandad de Glorias.

No se trata ni tan siquiera de la sencilla alegría de San Antonio, ni de la sobria sevillanía de San Lorenzo... No tiene nada que ver con eso.

Es, simple y llanamente, necesidad.




Estas letras nacieron hace unos años, y están publicadas en algunos foros cofrades de Internet, en el tema de mi Hermandad. El año pasado, la Hermandad franciscana de la Divina Pastora de San Antonio tuvo a bien pubicármelo en su Boletín anual. No se me ocurre mejor publicación, ni regalo más cumplido a unas palabras que volaron del corazón al blanco para ser desahogo del alma, bálsamo para una Necesidad que, después de seis años en San Antonio, aún me sigue llevando hacia Ella.

Pastora y baile

Qué le voy a hacer... si cuando era niña me llevaban a tu capilla para decirte poemas y cantarte con treinta y muchas niñas más aquello de "hoy he vuelto, Madre a recordar..." cuando ni siquiera teníamos recuerdos.

Qué le voy a hacer, si eras cómplice redentora de aquellas cansinas clases de matemáticas o de copiados de ortografía.

Qué le hago, si las primeras palabras que emborroné en un papel hablaban de ti. Si el cuaderno colegial estaba lleno de garabatos que creían ser letras, formando en irregulares renglones mil y una quimeras de sueños infantiles que esperaban, preparadas como un nazareno de La Borriquita su primer Domingo de Ramos, para salir de su cárcel de grafito y blancura matizada a dos rayas cualquier mañana del mes de Mayo.

Qué le hago... Qué he de hacer si Tú eras la que estabas allí, con tu traje de Pastora y tus dos ovejitas. Si madre María Luisa no perdía ocasión para contarme lo contenta que te encontraba cada mañana porque alguna de sus niñas había pasado a verte antes de subir la escalera.

Qué le voy a hacer, si no tenía más coartada que tu sonrisa de niña madre para mis primeros amores, mis primeros sueños, mis dolores primeros. Si sólo estabas tú.

Si estabas sobre el armario de mi primera escuela de Danza, vigilando, sigilosamente, cada paso, cada movimiento, cada momento de alegría o de desánimo... y todos los bailes que una niña, que creía entonces que ya era mayor, te dedicaba desde aquella esquina... siempre en tu esquina... siempre.

Si cuando ya dejé atrás el hogar de mis primeras oraciones, mis primeras letras, mis sueños primeros, me esperaste solícita, tras el portal de en frente de aquella otra vieja academia deshabitada, al principio de la Calle Feria, para que te conminara a ser la más duradera de mis maestras.

Si cada verano, en Chipiona, buscaba de reojo aquella puertecita del patio del pozo, que daba al altar, para escaparme contigo mientras esperaba que bajara madre Matilde, madre Lucía, madre Dolores...

Si en cada repesca de matemáticas venías conmigo escondida entre folios en blanco y ecuaciones sin resolver. Si en los exámenes de baile estabas en la funda de las castañuelas, en cada golpe de cola y entre las hojas de la teórica, confundida con los trajes regionales y la signatura de mil compases distintos.

Qué le voy a hacer, si cuando me creía terminada, tu peso leve y redentor sobre mi hombro dio vida nueva a lo que yacía muerto. Si estabas en Triana cuando me fui de alumna a Matilde Coral. Si estando yo enseñando en el colegio de la calle Mesón del Moro, Tú estabas en la placita de las Mercedarias. Si cuando estuve en el Tiro de Linea, todo el mundo te conocía de aquel colegio que fue también el mío.

Si en los peores momentos de mi vida, una fuerza centrípeta me volvió a llevar junto a ti en este rincón perdido entre San Lorenzo y el río.

Cómo borrar tantas historias... tantos momentos... toda la historia de mi vida, que has sido Tú y la Danza... la Danza y Tú.

Cómo olvidar las rabonas a clase de ballet para estar a tu lado, las engañifas a las maestras para acudir a verte una tarde septembrina de triduo en Triana, o las miradas clavadas en la calle Curtidurías cuando el autobús pasaba de largo camino de Plaza de Armas o al Pabellón de Argentina.

Cómo separar algo que siempre estuvo tan unido, tan dentro de mi universo personal, escondido tantas veces de todos los demás. Escondido todo ante tu mirada.

Como podría mirarte y no pedirte lo que cada día, desde hace más de veinte años, te pido. Cómo podría no contarte, aunque sólo sea con mi mirada, lo que me preocupa, lo que me atormenta, lo que me hace feliz y me emociona. Lo que me pasa cada mañana.

Como podría estar al lado tuya y no hablarte de baile.

Mañana volveré a mirarte, a dejarme creer que te estoy viendo, que eres visible y palpable, que te puedo acariciar con sólo levantar la mano... No es que no crea en tu presencia sempiterna. Te llamo a cada momento, y sé que siempre estás conmigo... Pero a veces... ¡qué necesario se me hace mirarte!. Descubrir en tu mirada serena la dulzura sobrecogida de una madre siempre protectora... invitándome a quedarme junto a ella para acrisolar de nuevo todos mis cristales rotos.

Mañana volveré a llamarte Esperanza de los desahuciados, y Vida, Dulzura y Consuelo, Fuente y manantial del que parten mis anhelos y medianera de todas las gracias que ha de concederme el Cosmos. Me confundiré entre tus siemprevivas para por un momento creer que aguantaré, como ellas, hasta que acabe el estío, y soñaré de nuevo, protegida ante tus plantas, que nada será distinto cuando se cierren las puertas del Convento.

En ese momento mi alma estará bailando, aunque mi cuerpo permanezca quieto, guardando celosamente tu cercanía.


Luego... será lo de siempre: la lucha de cada día, las frustraciones de cada día, la incertidumbre... el no saber qué me deparará la vida ni si merece la pena seguir luchando o no. La danza que no es Danza, por más que mude mis pies al compás de una música que me es extraña, completamente impenetrable, marcada por otros que jamás acompasaron su alma con la mía, ni tan siquiera acaso con la de ellos mismos. 

Seguirás presidiendo mi cartera, al lado de mi carné de identidad -causalidades de la vida- y todos mis actos, buenos y malos, lógicos y absurdos, en este gran teatro de mi existencia.

Seguiré actuación tras actuación musitando entre cajas el "Salve Fuente de la vida" o los primeros versos de la Consagración Calasancia, y cuando mi cuerpo amenace caer rendido en la danza diaria de las amadas rutinas, te conminaré a ser Tú la maestra -yo sólo la repetidora- de tantas y tantas horas de clase. De ensayos tediosos. De problemas e inquietudes interiores y exteriores. Y de dudas no resueltas. Y de llantos que nunca fueron llorados. Y de alegrías recordadas o aún no vividas.

Y vuelta otra vez a empezar... a escribir unas cuántas de páginas más en el libro de mi vida, a cuerpo y alma desnudas, que hablen de Pastora y Baile.


Madre de los locos bohemios y de los sueños bonitos... el Sueño más Sevillano... Sueña por nosotros. No nos abandones al sueño de los que ya olvidaron vivir viviendo, de los que renunciaron a soñar, a creer, a bailar.