martes, 11 de septiembre de 2012

Carmen





Hay que ver Internet lo que mueve. Resulta que una tiene las ventanas abiertas a todas partes sin darse apenas cuanta. Y lo mismo al revés: te asomas por el alféizar de alguna página perdida buscando sabe Dios qué y te salen al encuentro recuerdos, historias, personas o lugares que han formado parte, por algún tiempo, de tu universo personal... Recuerdos, historias, lugares o personas que ni por casual idea pensabas encontrarte en ese justo momento.
 
 
Ayer no sé qué andaba buscando sobre el Carmen de Calatrava, entre sueños y añoranzas de leones y de Hércules... y me encontré con una foto de una bailaora. Una foto del año setenta y cinco. Treinta y siete castañas que tiene ya la foto... las mismas que cuenta esta servidora. Y cuando leo el pie de foto me entero de que la retratada es Carmen Montiel, "una joven bailaora de la escuela de Matilde Coral".
 
 
Carmen Montiel fue, no hace demasiados años, maestra de esta servidora de ustedes durante dos cursos y un verano. Poco tiempo... pero qué intenso.
 
 
Si en otras ocasiones me he dolido, amarga e improductivamente, de un ambiente -el de la Danza- que se ha mostrado ante mí superficial, lleno de hipocresía y prejuicios, deshumanizado por demás, nobleza obliga nombrar a esta señora, quizá la persona más humana y más auténtica de todas con las que me he cruzado en este periplo mío de amores y sinsabores por vocación.
 
 
Recuerdo de ella la nula impostación de su semblante y de su persona. No me pareció nunca una mujer sonriente, ni acaso intentaba serlo. Pero cuando la sonrisa le brotaba era como un rayito de sol colándose en un día nublado por la calle Feria, hendiéndola desde la Resolana a la callejuela Regina.
 
 
Recuerdo el verla cruzar cualquier mañana de Julio con el carrito de la compra lleno por la Avenida de la Soleá hasta la academia. Sus palabras ciertas, aunque dolieran, dentro y fuera del aula... Y un montón de correcciones, de compases, de cadencias...
 
 
Su curiosidad innata por todo lo que tuviera que ver con la Danza, siendo ya una institución como maestra de Flamenco. Solía comparar el Baile con una droga: mientras más tomas, más quieres.
 
 
El absoluto respeto por la idiosincrasia de cada alumno, la personalización de todo cuanto enseñaba… No sabía enseñar en estándar. No sabía, no podía, y acaso no quería despersonalizar la Danza, mirar, corregir, sino a la persona. Persona a persona. Conocedora a aprendiz. Entre iguales esencias, sí... pero ojo: una, la de la maestra, esencia pulida, curtida por la experiencia, plena de autoridad; la otra, la de enfrente, valiosa esencia en bruto, a pulir, a curtir. Me repetía una y otra vez que no la tenía que llamar de usted (yo me resistía, mitad por mi casi enfermiza timidez, mitad porque de sobra sabía lo que tenía enfrente), pero ¡ay! de quien sacara el pie del plato y le perdiera un milígramo del respeto profesional que le correspondía...
 
 
La nula aceptación de prejuicio alguno en cuanto a lo que podría o no llegar a hacer cada uno de nosotros: su función era enseñar, sacar de cada uno de nosotros lo mejor que pudiéramos dar… lo demás… para otra.
 
 
La responsabilidad imbuída de cuidar la más preciada prenda de cualquier danzante, que es su cuerpo mismo. A la clase de Carmen Montiel se podía entrar con maillot o con camiseta, con pantys o con pantalones de ciclista, con una cola o con el moño de Escuela Bolera. Pero no se te ocurriera entrar con el pie desnudo calzando tacón… ni taconearas con las rodillas encajadas sin doblar, ni zapatearas con la punta cayendo en vertical desde arriba… porque te podía mandar a Santa Justa sin pisar el Martinete del “chillío”. Y es que tenía razón: la que de nosotros se dedicara a la Danza, o a la enseñanza de ésta, si no guardábamos nuestro físico con unos mínimos cuidados en cuanto a técnica y en cuanto a material… en cuatro años todas fuera de combate. Lo demás, la imagen… eso para cada uno queda, que sobre el libro de los gustos no hay nada escrito.
 
 
Los Sábados, los Domingos, los entrefiestas des-puenteados… las navidades… Porque Carmen, por más que nos ponía un horario, no trabajaba por horas: Carmen trabajaba por objetivos, por bailes. Si no están los objetivos… hay que echarle más horas. Ya hay que pasar de baile. “¿Os viene bien a todas el Domingo a las diez?”.
 
 
Las batas de cola proletariamente compartidas, amarradas a la cintura con una media inservible ya de carreras. Las broncas por llegar tarde a clase excepto a quien sabía que salía de trabajar. Su sencillez, su naturalidad, su total autenticidad, su falta de cuidado por parecer perfecta, simpática, graciosa, jovial, divertida...
 
 
Carmen no necesitaba nada de eso: estaba tan pasada de sabiduría, de humanidad… de ser Carmen… como lo estaba de compás, de cadencia… De Flamenco… de Danza.
 
 
 
 
Foto: Carmen Montiel, una de las grandes del Baile Flamenco y la docencia de la Danza de mi ciudad.

lunes, 27 de agosto de 2012

La vie en rose


Mediodía de Sábado. Agosto agoniza lánguidamente, sin querer dejar de ser Agosto todavía. Apogeo de luz en la calle Feria. Acabo de salir del Mercado, y tiro para atrás, para la Cruz Verde, para comprar algo en los chinos de la esquina de González Cuadrado.

Voy cargada. La verdad es que no sé muy bien por qué no lo hice al revés: primero acercarme a la Cruz Verde, y luego al Mercado. Probablemente entré desde la Alameda a la altura del Mercado, y no quise esperar más para llevarme mi col, mis papitas nuevas, mi sandía y unas uvas que estaban diciendo en el puesto “co-me-mé”.

Camino. Quizá es poco comprensible el efecto imán que ciertos lugares de mi ciudad causan sobre mi persona. Es algo que me penetra por los ojos, por los oidos, por la piel acaso... pero que difícimente podría explicar. Yo no nací en la calle Feria. Ni en la Alameda. Ni en San Lorenzo. Mi niñez y mi juventud transcurrieron entre dos barriadas de extramuros, una al Norte y otra al Sur de la ciudad. No recuerdo haber jugado en la Plaza de San Lorenzo, ni ir con mi madre al mercado de la calle Feria. Acaso, de muy niña, pasar por la Alameda la tarde de algún Domingo buscando la puerta de una iglesia, no recuerdo cuál. Sin embargo, algo me llama poderosamente a perderme en este paisaje, o paisanaje que, por alguna escondida razón, no me es extraño.

Me hago una con todo lo que me rodea. No pienso. Sólo camino. Se me olvida la carga, quizá de tan asumida. No me molesta el sol, ni el calor. Y no sé por qué, porque el termómetro, probablemente, roza los cuarenta.

Llego a la esquina de la Correduría y tiro para adentro. Y paro. Me llaman a la atención unas notas que salen de algún balcón. Es un piano. No podría jurar que fuera alguien que estuviera tocando dentro, en alguna casa, o quizá una grabación. Incomprensiblemente el eco de aquel sonido me llegó más claro al alma que al oido. Me quedo inmóvil, por un momento. Me siento como una paloma dejando que el sol le entre por entre las alas. Quizá fuera el sol del mediodía... o las notas de aquel piano... que poco a poco, remoloneándose en su propio susurro, iba desgranando una bohemia melodía, como quien tararea cualquier cancioncilla sin apenas darse cuenta.

¿La Vie en Rose?... ¡Sí!... Es La Vie en Rose. La Vie en Rose... Miles de recuerdos vinieron entonces conmigo a aquel rincón de la calle Feria. Pero no querían ser recuerdos. Como animados por el sonido apenas percibido de aquella casi melodía se iban engarzando, enredando en el presente, fundiéndose al calor del sol casi septembrino en esa sensación total que a veces te hace ser y sentirte plena, sin límite.

Y sigo entonces mi marcha. Por el balcón siguen sonando las notas de La Vie en Rose en un piano, sabrá Dios si presente o imaginado. Y yo pienso, cabilo, casi sin darme cuenta...

Qué será de mí si algún día no puedo pasear por la calle Feria.

domingo, 19 de agosto de 2012

Anhelo

Donde habitan los suspiros
de la Bambera gitana,
y los ayes más remotos
que suenan por Seguiriya.
Donde se duerme Sevilla
y se traspasa Triana,
y se hace flor una Nana,
y Sueño una maravilla.
Donde brota la semilla
del Sueño más Sevillano,
y torna en Tango gitano
la clavel de tu mejilla.
Donde juega la chiquilla
que otrora, de niña, fuera,
y llora la Petenera
de destierro y de dolor.
Donde rondada de amor
de tu mano primorosa
pierde su espina la rosa
y desgrana en Ti su olor.
Donde Liviana al calor
de tu sereno albedrío
cruza la Cantiña el río
de la pena a la Alegría.
Donde aguarda el puro día
que crepúsculo no aguarda,
y dos ángeles de guarda
coronan la fantasía.
Donde no existe falsía,
ni injusticia, ni venganza,
y se vuelve la alabanza
feliz, cual la Colombiana,
y juega la Sevillana
a ser oración y Danza.
Donde vive la esperanza
de las cosas que se sueñan,
y las maestras enseñan
con amorosos cayados.
Donde la gente ha olvidado
lo que vale la mentira.
Donde la vida es Guajira,
sin Soleá, sin Taranto.
Donde no te busque tanto
porque te sienta a mi vera,
y toque a mi primavera
terciar de flores su manto.
Donde ya no llega el llanto,
y el alba se ve más clara,
y se acierta a ver tu cara
sin espejos de árbol vivo.
Donde el Martinete, altivo,
tras las lunas se levanta,
y entre fraguas de gargantas
forja de estrellas tu velo.
Donde se vislumbra el Cielo,
y se muere la Taranta.
Donde dos palomas santas
pintan rizos en tu pelo.
Donde mueren mis anhelos,
y la vida se hace gozo,
y se llora de alborozo
ante tus ojos de aurora...
Qué gozo tener, Señora,
un trozo de Edén bendito.
Un compás, un pedacito
de Cielo, apenas un cante.
Una mirada, un instante,
mi bata de bailaora...
Y, vestida de Pastora,
la Gloria de tu semblante.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Adelita Domingo



Tenía para mí un halo como de dios pagano, porque había sido la primera maestra de mi primera maestra, Lourdes Moreno, que como mi primera maestra que era, también lo tenía.

Y eso aunque sabía que ella y mi maestra no habían terminado del todo bien, cosa que suele pasar cuando dos generaciones imbuídas en una misma danza se cruzan, se miran, se reinventan e, inevitablemente, al fin, se separan. Años después, también a mí me ocurrió algo parecido con Lourdes, cuando levanté el vuelo desde mi academia de barrio, cerca de la Fuente de las Palomas, al cielo abierto de Sevilla, más allá de las cancelas del Parque. ¡Qué vacío enorme entonces, horfandad de zapatillas y primeros pasos aprendidos!. Y qué minúsculas en el tiempo te devuelve la vida, mejor y más cruel maestra que cualquiera otra, esas estaciones pasajeras, eternas entonces que parecían, de los primeros ventanales rotos, como impresas en papel sepia amarillecido de recorte de periódico.

Eran los años de la adolescencia, acaso de la pre-adolescencia, cuando todo empezaba y no existía en mi vocabulario la palabra recuerdo.

Era la época de las flores, los "días del arco iris", que cantaba Niccola di Bari, el principio de todo.

Todas las chicas de Octavo B estábamos enamoradas: del rubito que pasaba por el kiosko a la hora de la salida del mediodía, del hijo de la maestra de matemáticas, de Michael Jackson, de Glenn Madeiros, de Danni Amatulo el de Fama... Y yo me había enamorado de la Danza.

Así... sin más... Yo me había enamorado de la Danza, y me pasaba las horas muertas en clase, dibujando zapatillas, castañuelas y bastones en el "Piter an moly" verdinegro de inglés, o en el Bruño de religión.

Y es que a esas edades, al principio de todo, cuando todo es "lo primero" -la primera maestra, la primera academia, las primeras castañuelas, la primera falda, el primer baile, la primera nota de Albéniz en el piano- todo se te queda marcado como a fuego.

Y probablemente, no es lo mejor, no... Pero ¿tú qué sabes?.

Por aquel entonces, mi primera maestra era una mezcla entre madre por horas, el tendero de West Side Story y una especie de "camello" de la más ansiada, por amada y por necesaria, ambrosía.
Sin el freno de la impotencia, ni la huella del cansancio y del hastío, clavadas en el alma, mi vida giraba en torno a cómo destrozar zapatillas rosas de media punta, la hora de clase que me correspondía en aquella academia de barrio, minúscula, de al lado de las cocheras de TUSSAM, la fecha en que caía la Verbena de Calasancias, la capilla de la Pastora -confidente de tantas cuitas de vocación- y el sinvivir de ir sacando los cursos, más o menos, para que mi madre no me "quitara" de baile.

Todo tenía que ver, en menor o mayor medida, con la Danza. Todo. La música, la ropa, la dieta, los horarios... ese rascar de cualquier sitio, a cualquier hora, un instante -ahora nimio, entonces inmenso- para bailar, leer de baile, ver ese programa de Flamenco que echaban en Canal Sur, recién estrenado, o en el Telesú'.

Albéniz, que sonaba intrigante en el nuevo 'tocadiscos' de CDs que mi padre acababa de traer al salón de casa, desgranando en el alma de Frubeck de Burgos las notas de Asturias, Córdoba o Cádiz. Bambino, preguntando una y otra vez en el viejo picú de la academia por una chaqueta que le habían hecho "con tanta salanería". La Jota de La Dolores. American Blues (un conato de degollar a Gershwin que a mi maestra le encantaba, y a mí, entonces, también).

Canción Lógica, Andaluces de Jaén, Amanecer en el Puerto y Serrat cantando las Nanas de la Cebolla de Miguel Hernández, en la soledad de mi cuarto de estudios, o en el radiocassette mientras ensayaba en casa. Libre y Quererte, de Amigos de Gines. Annie's Song, de John Denver, sonando en Radio 80.

El Recital Flamenco de Manolo Sanlúcar, Zyriab de Paco de Lucía, y una grabación con muy mal sonido del Amor Brujo y la Danza de Los Vecinos del Sombrero de Tres Picos... todas ellas en cinta musicassette, más piratas las tres que ellas mismas, compradas Agosto tras Agosto en el puestecillo de la "Calle Sierpes" de Chipiona -ese que ponía las dos mesas grandes llenas de cintas en la puerta de su casa al lado de la Cruz del Mar- con los aguinaldos de Navidad y los cuatro cuartos que me tenía preparados mi abuela Isabel -ella y Dios sabrían cómo- por mi santo y mi cumpleaños.

Nicola di Bari, Claudio Baglioni y Antonio Machín, y las cintas de Mantovani, 'Berner Muler' y Melodías Inolvidables. Yo no sé lo que se le podía infundir a aquella pipiola de trece o catorce años, que todo tenía que ver con la Danza. Absolutamente todo.

Todo era posible, lograble, disfrutable. Todo ayudaba a pensar que basta querer para poder, trabajar para conseguir, ensayar para atrapar la Danza para siempre en la agenda de mi vida, igual que la había atrapado (¿o quizás me había atrapado ella a mí?) en las entretelas del alma.

No había nada mejor que mi academia de barrio. Las había más grandes, pero no mejores. Y nadie enseñaba mejor que Lourdes ni vendía tan buena mercancía: Albéniz, Serrano, Moreno Torroba, Bretón... y los libros que se traía de vez en cuando de Barcelona. Todo lo demás era, por desconocido, hortera. En realidad, la academia de mi barrio no era una "academia de barrio". Las academias de barrio eran las demás, las del barrio de al lado, o esa a la que había ido mi compañera de banca del colegio, en cualquier barriada al Este de la ciudad. La mía era la de Lourdes, la de MI barrio, que por otra parte ni tan siquiera era, ni había sido tal vez nunca, Barrio.

Si la Danza era la prohibida ambrosía ansiada y necesaria para el alma, no había hueco más querido que el de aquella reja fea, desnuda, huérfana de cartel alguno, de mi academia de baile, ni camello con mejor mercancía ni más solicitud que mi maestra. No... no podía inteligir que lo hubiera. Aunque siempre me asaltó la duda... ¿Ni Adelita Domingo?.

lunes, 23 de julio de 2012

... hasta llegar a ese Cielo que dejaste en la Alameda



Desde el Carmelo a Sevilla
llegaste al embarcadero
a bordo de tu barquilla
sobre un río marinero.

Presentió tu voz la historia
¡Oh celestial medianera!
Y pregonó por la gloria
que llegaste la primera.

Y del ayer legendario
en tu hogar de humilde techo
dejaste el escapulario
prendido sobre mi pecho.

Estribillo:

Salve, Madre del Carmelo,
que tu mar se haga vereda
hasta llegar a ese cielo
que dejaste en la Alameda.




La letra es de Antonio Muñoz Maestre. Me encantaría saber quién le puso música. Se te mete en el alma:

... "Que tu mar se haga vereda... Hasta llegar a ese cielo que dejaste en la Alameda"...

Hoy le he pedido tierra a la Virgen del Carmen. Tierra... Su tierra.

Dicen que a los carmelitas, para bien morir, hay que ponerles un puñado de tierra rozándoles los pies o echar su cuerpo al suelo.

Para bien vivir, esta pastoreña necesita hoy sentir bajo sus pies un puñado de tierra. Un puñado de tierra de entre San Lorenzo y la Alameda. Y que mi cuerpo se halle en su ser, integrado con un paisaje al que, sin razón conocida, sabe que pertenece.

Estoy desvelada. Me siento como pez fuera del agua, respirando a duras penas y a punto de soltar el hilo, no sé aún si el de la caña o el de la vida. Llevadme a la mar... dijo una vez un poeta.

Llevadme, ensueños, a la tierra. A mi tierra, Carmen, a tu tierra, a la mía.


¡¡¡TIERRA!!!.

sábado, 21 de julio de 2012

Termina el curso

Termina el curso, con más de medio Proyecto de vacaciones y el otro medio muertecito con estos calores... en aquella sala, esa porciuncula nuestra, que es tan versátil, tan versátil, que de ser una nevería en Invierno se convierte en un horno en Verano.

Termina el curso, una semana antes de lo previsto, porque dos de los pocos bailarines que me quedan se van de colonias a Galaroza, a aquella preciosa casita donde pernoctamos cuando actuamos en el Capitol Sierra, en Junio de 2009 (ufff... sí que ha llovido desde entonces...), y porque Carmen, la gobernanta, se ha quedado sin nadie en Lavandería y Cocina está en cruz y en raya... y claro... por más que me ponga en cruz el comer y el vestir van antes que el bailar, aunque alguno de mis tormentos hoy hayan llegado a casa diciéndoles a sus padres que "la del moño" les ha enseñado a bailar "en pelotas" (¡¡eehhh, no saquéis la parte borde de vuestro inconciente: sólo les he enseñado los "em-botados" de Escuela Bolera!!, jajaja).

Termina el curso, y es momento de hacer balance, examen de con-ciencia y de sin-ciencia de lo que han dado de sí estos once meses, lo bueno y lo malo, lo que se ha hecho bien y lo que se pudo hacer mejor. Y lo que se hizo como se pudo. Y lo que simplemente no se hizo o se hizo y salió como el mismísimo culo. Balance de todo. Balance pedagógico, artístico, dancístico, vocacional... sentimental acaso.

Y es que para que nos pague la Junta (bien... decía... ejemmm... Quiero decir, para que la Junta NOS PROMETA que nos va a pagar, con garabato de quien competa incluído... Nos PROMETA, porque pagar, pagar, lo que es pagar no paga ni a tironazos)... ¿Por dónde íbamos?... ¡Ahhh!, sí... Que para que la Junta nos conceda las subvenciones, ayudas, conciertos, sin-ciertos y demás maneras de apellidar la entrada de papel moneda, los balances se hacen en Diciembre, de año en año. Pero una, que ha pasado de una parte del aula a la de enfrente sin apenas darse cuenta, no se resiste a contar sus días por curso, de Septiembre a Junio o a Julio, no de Enero a Diciembre.

Termina el curso, y es el tiempo de volver a empezar -si es que se deja de empezar alguna vez, y de volver- de dedicarle más tiempo a buscar música, a buscar vídeos, a pensar en coreografías para el curso que viene, y en vestuarios, y en escenografías. A darle vueltas a la sesera sobre quién debe ser el siguiente  en entrar a la compañía, y con qué estilo, y con quién. A preparar actividades nuevas. A sacar tiempo para aprender a hacer presentaciones, para clase y para promoción, porque este año o se promociona o se promociona... que con la que está cayendo como encima no se promocione... apaga y vámonós. A cabilar cómo llegar a quien sabes que no has llegado, cómo presentarle lo que tanto amas, y que quieres que también él comparta contigo y con todos.

A cargar pilas y a cargar las alforjas de nuevas experiencias, que luego serán o no Danza, serán 'mi' danza, 'su' danza o nuestra danza, o la Danza de todos cuando traspase la barrera luminosa. ¿Quién lo sabe?. Si la Danza brota de cualquier cosa o de ninguna... y cuando a Ella le da la gana.

A descansar. A no descansar demasiado. A trabajar lo que no dio tiempo de trabajar. A disfrutar de otras cosas, con o sin las zapatillas puestas. A pasear por el Jueves. A levantarme tarde de vez en cuando...

Y si la Junta "se enrolla" y empieza a soltar lo que nos adeuda, y, por milagro divino, cobro, a largarme tres días y dos noches a aquella fonda de aquel pueblecito que conocí el pasado Agosto -donde no me molesta ni el viento- para encalarme el alma, como de año en año hacían con las casas antiguas, con claridades de fachadas blancas al sol del mediodía.

Termina el curso, y ya lo creo que ha dado de sí el pajolero curso. Para bien y para mal.

Termina el curso... Ya se termina el curso. Probablemente ya ha terminado, pues esos dos días que quedan ahí de la última semana, casi con seguridad los pasaré en Lavandería o en oficina. De baile... nada.

Termina el curso y a mí me faltan días, me faltan horas... Pero para qué me voy a engañar: también, a estas alturas, me faltan fuerzas. Que una ya no es una niña... y las vacaciones están porque el cuerpo las necesita. Que si no... no nos las darían.

Termina el curso... un curso más... Otro curso más. Y ya tenemos otro circulito de Edding rojo en el almanaque para el catorce de Septiembre. Vamos... que vamos a tener que deshacer la maleta de la playa, de la piscina, de la montaña... a la par que llenamos el troler de las actuaciones.

Termina el curso, y algo de él se queda entre las entretelas del alma... y ya tienes un curso más.

Porque esta servidora, que pasó de una parte del aula a la otra sin apenas darse cuenta... que aún no ha dejado de ser alumna y ya lleva lo suyo de maestra... Esta servidora de ustedes, todavía no ha aprendido a contar por años. Como en los lejanos años de uniforme gris de Calasancias y babilón a rayas, yo sigo contando mi vida por cursos.

sábado, 7 de julio de 2012

La Velá del Carmen




El cielo de la Alameda, de límpido azul, está matizado hoy de guirnaldas blancas, cuyos flecos de papel, a la brisa cálida de este Julio, menos caluroso que el de otros años, aletean como minúsculas palomas, y emulan con su sonido el de los álamos de la mitad sur del paseo, la de los Hércules. Las han prendido a los plataneros, a las columnas de los leones, al pequeño tabladito que han colocado junto a la columna "de la Feria", a los soportes del toldo del kiosquillo de las viandas... Han traído este año hasta calesitas para los niños, y también hay una tómbola, y un kiosco de helados.
Es la Velá del Carmen. El Martes, cuando volvía del centro a la Fuente de las Palomas, pasé por la Alameda hasta la Puerta de la Barqueta, y estaban los hermanos engalanando la calle Calatrava para que la Virgen pasase hacia el río. El Miércoles, entrada ya la madrugada, los vi prendiendo las guirnaldas. Mira... parecen esos arcos que soportan las bóvedas de las iglesias. Pero estos son de papel, y la bóveda que soportan es el cielo azul ingrávido sobre el paseo. El cielo de la Alameda, azul limpio, azul turquí claro.
Al fondo, los leones, como siempre. Y encima alguna paloma oteando, desde su conquistado baluarte, todo el barrio de San Lorenzo, o el de la Feria.
Fíjate bien... disfruta: ni Murillo hubiera podido pintar este festival de colorido efímero, este detalle pasajero que nos ha brindado esta mañana de Julio. Y ahora en la mañana está todo parado... Cuando caiga la tarde se llenará de vida, de jolgorio... Continuará la Velá... la Velá del Carmen, en la Alameda de Hércules.



jueves, 7 de junio de 2012

Son aquellas pequeñas cosas...


Una gaviota mirando al mar desde una torre de la Alameda Apodaca.
Un paseo sin prisas por Moguer cuando la luz del día lo hace más bonito.
Un momento cualquiera, íntimo, ante el altar de mi Pastora.
La Alameda por la tarde repleta de niños jugando.
La Plaza de San Lorenzo con los brotes nuevos de sus plateneros.
El rayito de sol que sentí colarse aquel día nublado por la calle Feria.
Aquellas ganas de bailar, de nuevo.
Las columnas de los leones desde la calle Calatrava. Y las de los Hércules entrando desde San Lorenzo por el Multicine.
Una noche de Viernes septembrina despetalando claveles en un patio de la calle Amparo.
El primer concierto de Alameda.
Un buen ensayo con Danzaterapia.
Un verso de Eternidades.
Andalucía de Lecuona.
El pregón de Enrique Esquivias.
Nuestra actuación para Amor y Vida.
El ramo que nos regalaron en Polígono Sur.
Una lágrima de emoción de Sor Josefina.
  
Esos sueños que no nos parecen irrealizables... algunas veces.

lunes, 4 de junio de 2012

Se llamaba JL

Se llamaba JL. Bueno... no... Le pusimos JL un amigo de cinco años que se llamaba... ¿José?, ¿Jesús?, ¿Jairo?... no lo recuerdo ya, y una servidora. Le pusimos JL por nuestras iniciales, y porque pretendíamos llevarlo a la Libertad tras unos días de obligada Jaula enfermería. Porque pensamos, aunque suene un poco antagónico, que sólo en el logro de haber conseguido ubicarlo en una jaula grande, y en una de esas jaulas que los humanos llamamos "casas", estaba el camino a su libertad, y la única posibilidad de que sobreviviera.

Me la encontré en la calle Castillo de Alcalá, entre dos coches... Era apenas un pichón, pero ya estaba plumada. Estaba gravemente herida, roto el blanco de su plumaje por un gran mordisco, puede que de un gato callejero. Puede, que del mismo que la acechaba cuando la logré cojer. Casi se dejó.

Supongo que quiso saltar del nido uno o dos días antes de tiempo, y le sentó realmente mal la independencia. Pudo ser a mediados de Mayo, un mes después de yo empezar en Paz y Bien. Entonces... hará ya cuatro años, los mismos que llevo con mis bailarines.

La intenté colocar en casa de un amigo que cría palomas blancas, pero tenía lleno el palomar, así que me la llevé a mi habitación, en una estrella de cartón robado, como la de la canción de Triana. Allí tampoco cabía. Éramos demasiados: Moly (mi perro), yo... y Buenaventura: un palomo zascandil que había criado aquel invierno, y que todavía no quería emenciparse del todo. Le di de comer, le di de beber... y con una gasita y un poquito de Betadine, le curé, como pude, el bocado, inmenso (o al menos a mí me lo pareció).

Esa noche, JL -que aún no era JL- durmió, escondida, debajo de la cama, Buenaventura sobre el taburete de nea, en su jaula amarilla, y Moly, como de costumbre, entre su cama de espuma y el rehollito que hacía la colcha a mis pies.

Por la mañana me la llevé al Centro. Yo sabía que en Alcalá había otro Centro que era una finca, una granja escuela. A lo mejor se podía colocar allí. Pero al llegar y preguntar a mi compañera, ésta me dijo que en San Buenaventura no hay palomas, o al menos, no cogían palomas de la calle. Pues estamos aviados... porque en la Protectora palomas no cojen tampoco porque no están en peligro de extinción (¿que no?... Las palomas en general, no... pero JL sí), y en casa como me presente con la paloma, me mandan a tomar viento fresco a mí y a la paloma.

Tras el trabajo, a la Protectora. Calle Hespérides. Me sé el sitio de memoria. He llevado allí bencejos de San Lorenzo, palomas del Parque, y hasta una polla de agua que se encontraron en la Unidad de Día de mi Centro de Santiponce. Allí, nada más por llevarla de la calle, la miran, te dicen lo que tiene y no te cobran nada (al menos a mí no me lo cobraron).

Si tiene el ala rota... mal asunto. Sólo pueden vivir entonces en cautividad, y a veces, cuando no suelda el hueso en condiciones, con grandes dolores. A veces, de la tristeza de no poder volar, se dejan morir o viven indolentemente, sin ganas... sin aliento vital. Las palomas se parecen mucho a las personas: nacieron para volar y sólo volando son felices, como yo si no bailo me falta el aire.

Pero JL tenía una fractura limpia, perfectamente colocada el ala en su sitio, y un hueso tan pueril que, aunque el ala estaba rota, podía preverse una grata evolución, y en poco tiempo: en quince días estaría totalmente recuperada si el hueso soldaba bien y las heridas no maleaban. Sólo necesitaba quien cuidara unos días de ella, y una casa que le sirviera de improvisado hospital durante su convalescencia. Vitamina D y baños de sol para inducir a soldarse el huesecillo, minúsculo, del ala rota, y curas diarias con Betadine para ir sanando las heridas, que no eran demasiado profundas, pero al pobre animal lo habían dejado esmorecido.

Pues duro con ella. La intenté dejar en una clínica veterinaria... y nada... La ofrecí por el centro a tantos viandantes como pude, pero ¿quién va a querer una paloma herida?. Se me escapó por Santa Catalina. No podía volar, acaso no sabía aún volar, y estaba herida... le tenía que picar el yodo que le echaron en la Protectora enormemente en las heridas. Pero quería vivir más que nada en este mundo. Se notaba que le gustaba el callejeo... No sé qué pintaba en Bami, porque esa tenía alma de alamedosa... y pinta de haber nacido entre San Vicente y El Pumarejo.

Se asía a la miguita que de vez en cuando colgaba de mi mano, mojada en agua para ser a la vez refresco y alimento, como un náufrago a la tabla de su salvación. Dejarla sola era un crimen por omisión. Cualquier felino callejero hubiera hecho de ella su suculenta cena, dando al traste con las bohemias pretensiones de mi casi-volandera amiga.

Con ella me llegué hasta la calle San Luis, hasta un centro cultural ocupado. Esta gente, pensé, no tendrá problemas en albergar la jaula durante unos días. Yo vendré a cambiarle comida y agua, a limpiarla y a curarla, y a darle la medicina diariamente. No teniendo que pagar nada... por una okupa más no creo que encuentren problema alguno. Además, esta es pequeña: "okupa" poco sitio, y sólo van a ser unos días.

Pero nada... los "okupas", que por cierto, eran todos de Greenpeace, no quisieron "okuparse".

De vuelta ya, con JL y un marronazo a cuestas, por la calle Castellar me paré a hablar con una muchacha que paseaba con dos niños: uno de ellos era un bebé. El otro podía tener unos cinco años. Su nombre... no lo recuerdo bien, pero empezaba por J.

"Bueno... yo... -dijo la chiquilla- Yo puedo quedarme con la paloma. Total... por unos días... Pero no tengo para comprarle nada. Lo tendrías que traer todo tú... y venir tú a echarle las gotas y a curarla". Vi -vimos, JL y yo- el Cielo abierto.

Tiré para la calle Feria para comprarle una gran jaula de loro en los chinos de la Cruz Verde, que entonces las tenían baratísimas... más que las de canarios. En la semillería, compré comida de palomas y, quizá, bizcocho. Tal vez sacara de allí también las medicinas que me había recetado el veterinario de la Protectora. En la farmacia compré un tarrito pequeño de Betadine. Las gasas las traía desde casa.

Eso debió de ser un Martes... porque yo enseñaba en la guardería de Bami los Lunes y los Miércoles, y recuerdo que los Martes iba a Alhoja, la tertulia literaria que se reune en el Ateneo, en la sala Juan Ramón Jiménez... y ese Martes falté. Estuve, después, toda la semana yendo a curarla. Maricarmen, la madre de "J" y eventual casera de JL, debió pensar que la que os escribe estaba demasiado loca para ser peligrosa, y me abrió la puerta de su casa sin saber quién era. Ella, probablemente, tampoco era la Duquesa de Romanones... aunque eso a JL la verdad es que le importaba bastante poco, a mí menos, y a ella intuyo que menos todavía. En días, JL era otra. La herida estaba cicatrizando muy bien. El ala cada vez tenía mejor pinta. Cada día "J" y Maricarmen me decían que cuando el sol era potente, pero aún libiano, ponían la jaula en el patinillo, y JL, con esa sabiduría innata que tienen las palomas para curarse con el lorenzo, abría el ala (siempre el ala mala) para recibir su baño de sol, que poco a poco debió ir haciendo soldar su fractura, y haciendo el ala fuerte para poder volar.

Llegado el Sábado -el tercer Sábado de Mayo- estaba yo por la mañana con JL y con "J" (pero por Dios... ¿cómo se me ha olvidado el nombre de ese niño?), intentando de que JL volara un poquito. No mucho, porque aún tenía el ala rota, aunque ya la movía mucho mejor. Me vio con el Betadine y la gasa... y no le debió gustar demasiado. La verdad es que para curarla tenía que hacerle un poquito el hara-kiri... e instintivamente las primeras veces se dejaba, pero a medida de que la veíamos mejor cada vez ponía más resistencia.

Y entonces ocurrió que entre los juegos y correteos de "J" y la amenaza de mi bote de Betadine y ese "papel de lija blanco empapado de 'eso' que salía del bote de Betadine, que parecía sangre" (así lo debía de ver JL), JL alzó el vuelo. Se posó en el alféizar de la ventana del vecino de arriba, y luego en el de enfrente del piso más alto del patinillo. Y luego, voló. No volaba del todo bien, pero fue capaz de alzar el vuelo. Intentamos esperarla, por ver si volvía. Pero no volvió. Simplemente, abrió sus alas, la buena y la rota (que ya no estaba tan rota), y voló. Sé que era el tercer Sábado de Mayo porque ese día, por la tarde, salía mi Pastora por San Lorenzo.

No sé qué habrá sido de ella. Ni de "J". Ni de Maricarmen.

Sólo sé que hoy me he acordado de aquel animalillo, no por fuerte menos indefenso... no por indefenso menos fuerte... y de toda su historia hasta que, confiado en su independencia, volvió a alzar el vuelo... no sé si prematuramente... pero lo alzó.

Y es que hoy yo también he echado a volar una paloma con las alas rotas y una herida a medio cerrar...



Gracias a Reyes, Manolo, Mariano, a mi familia pastoreña, a mi compañía de Danza -la mejor compañía del Mundo, chicos... y parte del extrangero- y a todos los que en estos días, y en los que quedan de incertidumbre y de dolor, habéis estado, y estáis, soportando el chaparrón e intentando propiciar que el felino mordisco que esta paloma lleva en las alas cure al menos lo suficiente para volver a alzar el vuelo. Un vuelo pequeño, apenas perceptible acaso desde lejos... pero vuelo al fin y al cabo... que es danzar entre las ondas de la libertad.

sábado, 24 de marzo de 2012

La Cochera


La verdad sea dicha que no es ni fue nunca el Palacio de Liria... ni siquiera arquitectónicamente tiene nada digno de ser reseñado, si no es estar en plena calle Santa Ana, a dos pasos de San Antonio, a tres de San Lorenzo, a cuatro de San Clemente y a un trozo de calle de la Alameda de Hércules.

Probablemente tiene la misma planta, la misma alzada y la misma finalidad que otros muchos locales que puede haber en Sevilla, en los bajos de un bloque de pisos de una calle estrecha, poco comercial, que terminan siendo almacenes o trasteros del comercio de la calle principal del barrio, dos manzanas más para arriba, o el garaje de la vivienda de al lado.

En realidad, lo único especial que tiene aquel lugar, que en tiempos fue el almacén de una tienda de cunas, es el ser la casa de hermandad de mi Hermandad de la Pastora de San Antonio. Por lo demás es como tantas otras mini-navecitas urbanas de las que, nada más que en el distrito dos, puede haber miles... con su portón de hierro pintado de verde, horrorosa y gratuitamente "adornado" por esos pseudo-grafittis a medio terminar de gamberros nictálopes que, encima, no saben ni pintar grafittis en condiciones.

Posiblemente por todo eso, el por entonces guardián del -por entonces- Convento de San Antonio, en un ataque de "genialidad", le largó el mote: la Cochera.

La Cochera va variando de mobiliario según a Fulano se le haya quedado en desuso un armario, o a Setana una mesa, o a Mengana la de Perengano un aparador. Se diría que está hecha como los lápices del name: a cachitos. A retazos de vida de unos y otros: los que se quedan, los que se van, los que están siempre, los que pasaron por allí un instante en sus vidas y, no se sabe por qué, dejaron algo de ellos en el ambiente, en el paisaje y en el paisanaje interior del habitáculo, todo un país en sí mismo o, al menos, para algunos, una Patria.

El mueble viejo que en casa sobra o estorba, en la Cochera se convierte en ese armario para guardar parte del ajuar de la Virgen, que llevaba años en proyecto de adquisición y sin poder entrar en los libros de cuentas, cortitas, cortitas siempre. Cortitas... y hasta sin sifón.

Los restos de una cubertería vieja o de una vajilla diezmada, sustituida ya en casa por otra más nueva y con todos sus detalles, en la Cochera son el vehículo inmejorable para un buen comadreo de vecinas de barrio antiguo, al calor de un cafelito con pastas, en las tardes de costura o de manualidades. O la alegría de estar, un mes más, juntos y junto a Ella, tras la Sabatina de primero de mes, cuando la mesa de los Cabildos se llena de viandas, cada una llegada de un rincón de la feligresía sentimental de la Hermandad, de adentro y afuera de La Gavidia.

¡A ver quién es el guapo que puede igualar más de cuatro platos, cuatro cubiertos o cuatro trapos de cocina!.

Pero... ¿qué digo?: Estamos a menos de una calle de la Alameda de Hércules, somos hijos del Sueño de un loco bohemio -¡el sobrino de Don Juan Tenorio!- y entre nuestras glorias pasadas destacan dos famosísimos, nobilísimos, excelentísimos... maestros de baile de  la academia del barrio. En la mezcla está la pureza, hermano... La fusión es riqueza, y además es la única riqueza de la que podemos disfrutar los pobres, así que al que no le vaya el tema o busque algo más encopetado, Manolito León está en la calle de atrás.

Así, la Cochera es... mucho más que una cochera. Es donde cada Abril se enciende la luz de la barquita de plata que pasea a la Señora por su barrio cada Mayo, poco a poco, paso a paso. Donde se devuelven a la vida a los maltrechos candelabros a base de "trapito, 'sepiyito shico' y mucha 'pasiensia'... y vámonos que nos vamos". Y de los doce o trece arañazos de rigor con los trozos machacados de hojarasca, claro está... aunque eso, el tercer Sábado de Mayo, cuando se muere el último rayo de sol vespertino y San Lorenzo regala otro atardecer más, con Ella en la calle y las cuatro luminarias encendidas a plena salve de cera, ya no cuenta.

Donde han ido tomando forma, puntada a puntada, sayas, mantos, dos o tres pellicas y los faldones del paso.

Donde se nos dijo en su día que el espejo de nuestra esperanza estaba herido, y había que llevarlo a sanar... y desde donde algunos salimos, pudorosamente, casi de puntillas, calle arriba hasta la sacristía de San Antonio, pocos días o pocas horas después de que llegara de nuevo al barrio.

Entre sus paredes proletarias se ha ido haciendo, poco a poco, cada esperanza, cada sueño, cada salida, Rosario, Triduo y Función. Cada conflicto que nos encoje el alma por un espacio de tiempo y de vida, cada desgracia que nos abate, y cada alegría. Todo así... a la antigua usanza: a "manubrio"... o a juego de muñeca, que decía una antigua profesora de la que os escribe.

Todo lo que mueve al corazón de este puñado de pastores... todo. Y también esta aprendiz de pastoreña que, como todo en esta vida, también se va haciendo poco a poco, con vivencias intransferibles y en un lugar concreto: entre San Antonio, San Lorenzo... y la Cochera.

Fijaos que la Cochera, tan chica y tan pobretona como es, sirvió de improvisado almacén de juguetes a sus Majestades de Oriente (pero de Oriente, Oriente... no de Luis Montoto), una Navidad que un colega de Melchor nos dio un toque para que les guardáramos los regalos de Reyes a los niños de Sevilla 2... Que aún me recuerdo con el brazo bueno vendado y el otro sosteniéndole el fixo a Mercedes, para envolver cada presente y ponerle el nombre y la edad de su futuro destinatario. Que luego fuimos a entregárselos a la cárcel, ¿os acordáis?. ¿Y el día que vino el camión de Donantes?. ¿Y cuando Martínez Alcalde nos felicitó por el primor sencillo con que preparamos la Cochera para los actos del Centenario?. ¡Qué annnchos nos quedamos algunos!.

Pequeños pedacitos de historia, de esa historia que no se detiene jamás, pero que deja el regusto de habérsela vivido en quienes estuvieron en disposición de paladearla. Pequeños pedazos de vida que, posiblemente, no quedarán recogidos en ningún libro de actas, sino tan sólo entre los archivos empolvados que, día a día, vamos guardando Gavidia adentro en el alma.

Pues este año, pa' rematar la faena, ¡Un ropero solidario en la Cochera!. ¡Digo!... Martes y Jueves toda la tarde... que está de ropa la Cochera... ¡pues más ropa sale!. La de gente que vendrá por esa calle Santa Ana buscando el portón de la Cochera, con un pellizco en el alma, como tantas veces lo hemos buscado nosotros, los de casa... los de la Cochera... con la que está cayendo y la que nos queda...

Que conoce la Cochera tardes y tardes de trabajo. Alas caídas de más de uno y más de una que, como por instinto, tiraban pa' la Cochera como los elefantes cansados de vivir, que van todos al mismo sitio a dejarse caer. Esperanzas nuevas o renovadas como de golondrina o paloma arrabaleras, que llenan, cada primavera, el mismo nido de vida y alegría reciennacidas. Y más de una ilusión. Y más de un llanto. Y más de una trifulca... ¡seguro!.

Y más de lo mismo: un puñado de almas intentando navegar en las aguas revueltas de un mundo que fuera es hostil, y dentro ajustado.

Ya ves... para ser una triste y común -que no vulgar- cochera, la de cosas que podría contar nuestra Cochera. Que si la Cochera hablara...

Y sí... sí que he entrado a otras casas de otras hermandades, mucho mejor equipadas, por qué no reconocerlo... Y no niego que me puede, por ejemplo, ese patio de detrás de la Pastora de Santa Marina, donde cada Septiembre me voy a despetalar ilusiones viejas y nuevas, para verlas llover hasta Ella el Domingo de procesión en la calle Divina Pastora, esquina con González Cuadrado.

Pero como la Cochera... No, qué va... Como la Cochera ninguna. A todas las demás les falta algo que, invariablemente, encuentro en la Cochera. A todas.

... Y es que como en la Casa de uno...

domingo, 4 de marzo de 2012

Eternidades

No dejes ir un día,
sin cojerle un secreto, grande o breve.
Sea tu vida alerta
descubrimiento cotidiano.
Por cada miga de pan duro
que te dé Dios, tú dale
el diamante más fresco de tu alma.

----ooo----

Tira la piedra de hoy,
olvida y duerme. Si es luz,
mañana la encontrarás,
ante la aurora, hecha sol.



Cada vez que voy a la fuente, está el agua más clara y más limpia... y te quita más la sed... y te hace el alma, cada vez más vieja, más nueva. Cada vez que leo esto... me parece que está escrito de manera diferente... como si me fuera siguiendo las ondas del alma... y cada vez, irremediablemente, me puede más.

Hoy necesitaba leer estas dos... He cogido el libro y, al leerlas, las he querido compartir con vosotros. A lo mejor a alguno/a de ustedes os sientan tan bien como a esta servidora.

Escuchen... escuchen con los ojos, más que lean...


Eternidades...  

... Juan Ramón Jiménez.

sábado, 3 de marzo de 2012

Una voluntad de hierro

Desde hacía años era algo más que un capricho, y el día que la vi en Gómez del Moral intuí que, tarde o temprano, sería mía. Si no ella... una hermana gemela suya.

Era una bicicleta de las de toda la vida, con su luz, su cestita y su muelle sobre la rueda de detrás para enganchar una de esas carpetas de cartón azul de toda la vida. Una bici de las de antes, vamos.

No era BH, ni Orbea... ni de ninguna otra marca que me resultara conocida, ni tenía dibujadas florecitas, ni el diseño era de esos pastelosos tipo "Sara Kay". Pero iba bien conmigo: la cesta era grande como para que cupiera el maletón que casi siempre me acompaña, el sillín como el de mi BH de hace treinta años (no de estos modernos que se te clavan en todos lados), el manillar el de toda la vida... y para colmo era alamedosa, como yo, color Alameda de Hércules y recién montada en la calle Calatrava, al borde mismo del paseo y a dos pasos de San Lorenzo, de San Vicente y de San Antonio.

No la reservé en el momento. Quería ver otras bicis por otro lado... aunque, de mí pa tí, ya había hecho la elección.

Iba a estar en casa el día 6 de Enero. Era mi único regalo de Reyes. Una bici... es una bici. Pero Sus Majestades tardaron algo más, porque se agotaron en la tienda minutos antes de que llamara para reservarla.

El trece de Enero pasado, Viernes, tocaba pastoreo en la calle Santa Ana, muy cerquita de La Alameda. En mi casa de Hermandad de la Pastora de San Antonio se celebraba Cabildo de Elecciones a Hermano Mayor y Junta. Servidora había pedido relevo de la mesa en la que intentaba ayudar un poco para estirar un poco las piernas y hacer una llamada a la Fuente de las Palomas, que como mis paisanos saben está en la otra punta de la ciudad, y decirle a mi gente que no me esperaran despiertos, que me quedaba para rato en San Lorenzo, que no se asustaran y que ya llegaría. Que el Viernes es sagrado y si hay pastoreo en San Lorenzo, más.

En el teléfono, silenciado -como mandan los cánones en esas ocasiones- había una llamada perdida de un número que no identifiqué en principio. Llamé. Eran como las ocho de la noche. Mi bicicleta ya había llegado a Gómez del Moral. Estaba allí... a dos pasos de la calle Santa Ana, en la Alameda de Hércules, en el catorce de la calle Calatrava. La tenían que tunear un poquillo para poder llevármela al Aljarafe y para esa cueste"cita" tan mona que hay a la salida del paseo Marqués de Contadero... que tiene migas la cuestecita... así que, aunque me podía la curiosidad y estaba a dos pasos, mi bici -ahora sí: MI bici- se quedó allí hasta el siguiente Miércoles.

A partir de entonces, sé lo que es ir por Sevilla sobre ruedas. Sobre ruedas propias... sin el incordio de tener que revisar bicicleta por bicicleta de las de SEVICI hasta encontrar -cuando las encontraba- alguna que no estuviera rota, sin tener que parar cada dos por tres para anclar y desanclar "la borrica"... sin tener que ir sin frenos, sin luces o con el sillín en tenguerengue.

No es por nada... pero la bici lo aguanta todo. Y es preciosa... color Alameda de Hércules. ¿Os había dicho ya que tiene el mismo color que La Alameda?. Pues tiene el mismísimo color del pavimento del paseo... Y se integra a la perfección con el entorno cuando la dejo aparcada en los bicicleteros que ha puesto el Ayuntamiento a la altura del parquecito de los columpios. Se debe haber aprendido el camino desde la Fuente de las Palomas a la Alameda, pasando por La Gavidia, San Lorenzo, San Vicente, la Placita de San Antonio y la calle Santa Ana, porque cuando tiro para allá parece que va sola... y cuando quiero tirar para otro sitio, casi casi puedo percibir como se rebela: "¡¡Oye... pero a dónde me llevas?!!, ¡¡¿Desde cuándo hemos tirado tú y yo pal barrio del avecrem?!!".

Sin embargo, en la calle Fresa, por más que está al lado justo de Calatrava, lindando con el paseo casi, debía de parecer demasiado clara, más en la oscuridad de la noche... Demasiado clara, demasiado nueva... con cestita, con luces... Demasiado para el body de un colgao que pasó por allí el pasado Miércoles, no con muy buenas intenciones, como de las nueve y cinco que salí de la clase de Manuel Imán, en La Caja Negra, a las once y pico que debí regresar de tomarme con los compañeros mi tapa de "pollo barnizao" en El Pimiento. Al menos eso es lo que dijeron los dos agentes que me vinieron a socorrer desde la comisaría cuando vieron la barra antirrobos hecha un Cristo... que más parecía una cucharilla de las de Uri Gueler que una barra de acero galvanizado.

El caso es que cuando entré al callejón, vi a un individuo que no me dio del todo confianza cerca del bicicletero, que en principio estimé vendría buscando escombros o chatarra de la obra de atrás. "Uffff... ándate con cuidado con éste", me dije.

Cuando llegué, vi que en la mano llevaba un serrucho. Cuando me vio se marchó, con parsimonia, casi al mismo tiempo de que yo comprobara que la "chatarra" que andaba buscando no estaba precisamente en la obra... 

Casi me dio un síncope. En ese momento pensé volver corriendo al Pimiento, a buscar a alguno de los compañeros... pero... ¿cómo iba a dejar allí la bicicleta, con la barra medio rota y mi amigo el del serrucho a la vuelta de la esquina?. Pensé en salir corriendo... meter la llave y salir corriendo con la bici... pero... ¿y si el nota me está esperando en la boca de la calle?. En ese momento, de verdad que no sabes qué hacer. La impotencia más castrante, el miedo, la sensación de desamparo, de "me ha tocado a mí".... son aplastantes.

Como pude, desde el callejón llamé a dos o tres transeuntes que pasaban justo por la boca de la calle, por Calatrava en dirección Barqueta. No sabía qué decirles... No coordinaba. Ellos se asustaron quizá más que yo, pues la expresión que yo entonces debía de tener bien podría compararse a la de cualquier colgado de los que roban bicicletas o atracan a quien se le pone a tiro en cualquier callejón.

"Miren ustedes... ¿pueden venir?... ¿pueden acercarse?... Por favor, ¿pueden ustedes venir?". Como pude, en un ramalazo de coordinación, de la poca coordinación que me quedaba, logré decir: "Me han forzado la bici". Después, ya en compañía, me debí tranquilizar un poco, al menos para explicarles que lo que quería era que me acompañaran hasta la esquina de Vib Arragel porque me daba miedo salir sola con la bici, vistas las circunstancias, hasta la Barqueta.

En presencia de mis primeros ángeles de la guarda, metí, con la mano temblando, la llave en la cerradura de la "u". Bueno... de la "u" que para entonces me la habían dejado hecha una "uve doble mal garabateá". La llave no entró. Ni con mi pulso tembloroso ni con el de uno de mis axiliadores, más sereno. La barra había sido de tal manera forzada que no funcionaba la cerradura. Desconozco con qué y cómo lo hicieron... pero daba miedo ver el estado en que había quedado. Y era acero macizo. 

Mi desorientación en aquellos momentos era mayúscula. Ni sabía lo que hacer ni tenía asiento para hacer nada... Fueron estas tres personas las que me acompañaron a la rampa de la Comisaría de policía de la Alameda, y allí ya, como pude, le dije al primer agente que me encontré, pisándome la lengua de pura desesperación: "Que m'han intentao robá la bicicleta ahí en la calle 'Freza', que no la puedo zacá, que'r tío ejhtá por ahí merodeando a ve zi pué vorvbé a terminá de romperme la cadena y llevarzela der tó".

Tengo que agradecer el trato recibido por la Policía, que en todo momento me trató, más que bien, mejor. En seguida dos agentes en moto se dirigieron conmigo al lugar de los hechos, viendo el estropicio que habían hecho con mi bici y con el amarre antirrobo, que verdaderamente había cumplido bien su trabajo.

Una hora y algo se pasaron dos agentes primero, que luego fueron auxiliados por otros dos más, intentando terminar de romper la barra para poder sacar la bicicleta del bicicletero de la calle Fresa. Una hora y algo, casi una hora y media quizá... sin explicarse cómo el "choro", que así es como ellos llaman coloquialmente a esos amantes de lo ajeno que, amparados por una justicia que es de todo menos eso: JUSTICIA, cada vez proliferan más en nuestra ciudad, había podido doblar aquello que parecía ser lo más duro del mundo.

"¿Dónde te has comprado la cadena, hija?", me decían. "Pues donde te la hayas comprado... cómprate una igual, no lo dudes". Aquello no cedía con nada, ni con esa especie de alicates gigantes que según me dijeron intervinieron a otro "choro", ni con un martillo y un cincel... Incluso llegaron a dudar que fuera posible serrarlo con un serrucho. A estas de hoy, Sábado 4 de Marzo, le debo el tener bici aún a la calidad de la barra antirrobos que me vendieron en Gómez del Moral el día que me llevé la bicicleta. Lo digo por si alguno por ahí tiene la burra amarrada a las pitones esas antiguas... que sepan que si pasa el chorizo de turno con ganas de fiesta eso se lo meriendan en segundos, según me contaban los policías.

Después de hora y media casi de trabajo, y de poner buen humor al asunto para que me tranquilizara un poco, entre los cuatro agentes lograron romper del todo la barra, y sacar la bici de la calle Fresa, ante el alivio del camión de la basura, que tuvo que esperar lo suyo también, y el alivio -a medias- mío, que todavía no había entrado en mí. Tal y como la sacaron, volvimos a la comisaría, pusimos el sillín en su sitio y, escoltada por los dos agentes que me atendieron, volví pedaleando hasta la Fuente de las Palomas. No sé cuánto hay medido en pedaladas, pero un trecho importante. Eran más de la una y media de la noche. Yo me levanto todas las mañanas a las cinco y media de la madrugada para ir a trabajar. Estaba temblona... tanto que se me iba la bici. Si apenas tenía equilibrio para mantenerme depié, ¿cómo iba a mantenerme en la bici?.

La bici, como no tenía cadena para amarrarla, he tenido que subirla a mi piso. Ahí está, toda magullada, llena de rasguños y arañazos... los que el "choro" le debió hacer intentando birlármela y los que los agentes tuvieron que propinarle intentando salvarla de las garras del "choro", que con más probabilidad de la deseable seguro hubiera vuelto a terminar su trabajo... Ahí la tengo, en la entrada, quieta...

Le he comprado otra "u", no igual, sino mejor. Se la compré ayer en Gómez del Moral, en la Alameda. Pero resulta que es tan buena la "u" y tiene tanto predicamento que hay que registrarla por Internet y todo, con la marca de la bicicleta, el modelo, el distribuidor... ¡Y yo no sé el modelo de mi bicicleta y la marca!. Así que, hasta el Lunes que vuelva a abrir Gómez del Moral y pregunte... no la saco. Que hay muchos "choros" por ahí y me hace mucha falta mi bici. Que de la Fuente de las Palomas a la Alameda de Hércules, a San Lorenzo, a San Antonio y a la calle San Vicente hay hora y media en TUSSAM, cerca de los diez leros en taxi (cuando no más) y una auténtica aventura en SEVICI.

Y hay que ver... que hoy estoy aquí, totalmente echa un ocho... parecido al estado en que quedó la antigua barra que salvó a mi bici... sin querer salir a ningún sitio... Con el cuerpo todavía temblón y una indignación que se podría cortar... con el serrucho de mi amigo el de la Alameda de Hércules... sin ganas de nada... y sin poder sacar la bici.

Y me llama una hermana de la Hermandad, que también es "del extrangero" (vamos... que las dos vivimos más p'allá de la Plaza de La Gavidia), y me dice que le cuesta ir a la Hermandad viviendo tan lejos. Que yo, que aún viviendo en la Fuente de las Palomas, voy cada semana hasta allá, hasta San Lorenzo, voy porque tengo una voluntad de hierro.

Sí, señora... cierto. Yo tengo una voluntad de hierro... que me lleva casi todos los días a San Lorenzo, a La Alameda... A la calle San Vicente o la Plaza de La Gavidia. Una voluntad de hierro... sí... Pero hoy la tengo en casa, magullada, arañada toda y seguramente con el susto en el cuerpo (porque seguramente hasta siente y todo). En su cuerpo de hierro, color Alameda de Hércules.

La otra, la que tenía desde antes de las elecciones de la Pastora... que también es color Alameda de Hércules, y de vez en cuando me llama a perderme Gavidia adentro... no sé si es de hierro... pero desde hace tres días está también magullada, arañada toda... echa un ocho... asustada e indignada.