domingo, 28 de diciembre de 2014

Alameda

No llegó a casa en una estrella de cartón robado. Me la traje en la tapa de una tarrina de cedés, envuelta en un trozo de bayeta amarilla. Tampoco era una paloma blanca, como la de la canción, sino una simple cría de gorrión.
 
Supongo que le sobraba miedo y le faltaban fuerzas para pensar en escaparse.
 
Horas antes, a eso del mediodía, me la trajo una compañera entre sus manos. Acababa de terminar la clase con el grupo de Unidad de Día (supongo, pues, que era Lunes). Podían faltar algunos minutos para la una menos diez, justo la hora del almuerzo de la Unidad. Faltaban sólo días para que entrara Julio, y hacía toda la calor que luego no ha hecho en verano.
 
Estaba bastante plumadita, y a juzgar por el bulto que tenía en el buche, debía de haber recibido su ración poco antes de caerse del nido. De qué nido, todavía no lo sé, porque se la encontraron metida en un cuarto de baño de los talleres de las caracolas, donde no hay nidos. No sabía volar. Al menos, no volaba. No voló en dos o tres días. También es mala suerte, caerse del nido tres días antes de empezar a volar.
 
Era desconfiada, y no hacía más que piar buscando el auxilio de alguno de los suyos que la sacara de aquel cautiverio que ella no entendía que fuera parte de su salvación. La primera vez que bajó un poco la guardia fue cuando escuchó una canción de Marc Anthony, puede ser que porque en el nido, donde estuviera, también la hubiera escuchado en algún transistor, o en el hilo musical que ponen los talleres cuando están empaquetando esponjas, estropajos o tiritas. No comía sola. Por supuesto no comía en seco. En su descofianza, tampoco quería comer de mi mano, aunque a la fuerza ahorcan, dice un refrán español. No le di, en principio, más de dos o tres días de vida. Pero al menos había que intentarlo, ¿no?.
 
Primordial, que no cogiera frío. Le hice un canutito con papel de cocina, amarrado con lana de un ovillo viejo que tenía en casa... y en esa especie de nido, en el suelo de la jaula, pasaba horas recostada. No hacía falta mucho más abrigo... Si acaso algún trapito arrugado. Era Julio y Sevilla ardía. Si el nido se lo hubiera hecho con un calcetín se hubiera muerto de calor.
 
Le puse Alameda. Alameda por el barrio, que entonces estaba por celebrar la Velá del Carmen. Alameda porque en dos o tres días me iba -con ella, claro- a Cádiz, y me hospedaría al pie de la Alameda. Alameda, porque "Alameda" tocaba a tres días vista en el Baluarte de la Candelaria, en la Alameda Apodaca. Total... que casi venía con nombre y todo.
 
Ni que decir que los primeros días parecía una gitana... todo el día con la jaula a cuestas "y la teta fuera". A cada poco le tocaba comer, y había de ser de mi mano. Probablemente si lo hubiera intentado hubiera comido sola, o al menos picoteado, desde casi el primer día, pero el miedo la podía. No era momento -supongo que pensaría- para "echarse p'alante". Demasiado que, de vez en cuando, cuando había hambre, acudía a esos dedos, cuyas intenciones desconocía, a pillar el pellizco de pan mojado que, casi con más miedo que ella, le ofrecían. Le encantaba el pan mojado. La pasta de cría, esa que venden para los canarios... caía peor, y todavía peor si era con la jeringa. Cuando me iba por las mañanas, antes de amanecer, era penoso darle la toma. A esa hora lo único que quería era dormir. Cuando oscurecía, se ponía a piar, pidiendo descanso... y no paraba hasta que la llevaba a algún sitio oscuro, donde ella pensara que estaba segura para pasar la noche. Al fin y al cabo, era un gorrión, y como tal se comportaba aunque no estuviera con sus congéneres.
 
Todo la asustaba. Pero poco a poco, sobrevivía. Cada día eran veinticuatro horas más arañadas a la fatalidad... veinticuatro horas más de plumas... veinticuatro horas más de fuerza en las alas y en el pico... veinticuatro horas menos de boqueras... todo un día de logros, pequeños, muy pequeños... y retardados, pero de logros al fin y al cabo.
 
Y empezó a comer en seco... Lo primero que se aventuró a probar fueron unas migas de magdalena que alguien le dio en el tren de vuelta desde Cádiz a Sevilla, mientras recogía las maletas. Así que cuando llegué me fui al herbolario de la calle Feria, el que está un poquito antes de la esquina de la Correduría, y allí le compré magdalenas de leche de espelta, para asegurarme de que no tuvieran leche. Y nos las comíamos entre las dos: ella muy migaditas; yo a trozos más grandes. Y poco después, empezó a picotear sola el pan, muy tierno o mojado, y las magdalenas de espelta, y la pasta de cría... aunque ciertamente con la pasta de cría no se llegó a llevar demasiado bien nunca. Todo un alivio, porque ya no tenía que hacerle el harakiri cada mañana, antes de que el sol saliera, para meterle, con jeringa y a traición, y con el peligro de que se atragantara, su ración de desayuno.
 
Lo demás... pura evolución y aprendizaje, de la pájara y de la pajarera. Tras atragantarse unas cuantas veces, y pasar un tiempo comiendo avena picada (picada por una servidora, claro), un día aprendió a pelar alpiste... y luego a partir el grano de avena. Meses después descascarillaba ya los cañamones... Aprendió que la arena en el fondo de la jaula no mordía, y que además se comía y todo. No sé si sabe que se la recogí de la mismísima Caleta, pero bueno... ahora, pasado ya el miedo, se da cada baño de arena que se queda la mar de tranquila... en las glorias humanas (perdón, en las glorias aviares). Aprendió a bañarse y a que bañarse quitaba el calor... Y a que había que bañarse cuando a ella le apeteciera y no cuando a su "dueña" le diera la gana. La dueña también lo aprendió, aunque le costó un poco más. Aprendió a beber de los bebederos y a comer de los comederos, aunque le sigue encantando picar del suelo de la jaula, tal y como lo haría en la calle si la suerte no la hubiera traído a este puerto. Aprendí que no le gusta que le cubran la jaula con tela... si no es con la chaqueta del chándal, que parece más suave y menos útil para cazar pájaros.
 
Y por la novena de la Virgen de Agosto, cuando estaba de cultos la Pastora en San Lorenzo, en la calle Sagasta, volvió a venirse conmigo "de veraneo" a La Tacita. Y para que no tuviera que ir de aquí para allá durante las últimas horas que apuré en la trimilenaria, le busqué hospedaje en Casa Caracol, un albergue de hippies donde tuve que explicarle a un inglés que no era un ave exótica, sino un "esparrou, from estrit". Después me enteré que en Londres ya casi no hay gorriones en las calles, porque no tienen donde estar ni lo que comer. 
 
De vuelta ya en Sevilla le compré una jaula en el Jueves, una jaula grande... espaciosa, con una bandeja que se podía llenar de arena caletera y que no tenía rejilla en el suelo. Venía con más mierda que el catre del Nono, pero después de limpia resultó ser bonita, y útil. Y grande.

Un día se escapó, y al observarla, aprendí que Alameda no sabía buscarse la vida por la calle. Que no tenía ni la más remota idea de lo que era un gato, y que se asustaba tanto fuera como dentro de casa. Me informé. Efectivamente, si Alameda estaba improntada, y evidentemente lo estaba, pocas posibilidades tenía de salir adelante en aquella libertad que tan pronto ansiaba como, conseguida, la paralizaba de miedo. No puedo negar que me dolió. No quería hacerla vivir en una jula de por vida, o, como mucho, dejar que retozara en una habitación cerrada y que pensara que eso era la libertad. Además... ella sabía ya sabía qué era la libertad... la de los otros gorriones, que en plena algarabía podían volotear de una parte a otra del tejadillo, libres... mientras la llamaban para que los siguiera en sus juegos... y ella, lastimosa, les piaba, como diciéndoles que no podía salir a acompañarles.

Me lo tuve que pensar varias veces, hasta que al final decidí: Alameda se queda conmigo. La tuve que recoger saltando de azotea en azotea por mi barrio. Un show... Al final, escapada varias veces de mi mano, ella sola fue a posarse en la barandilla de la que ya reconocía como su casa, o como su nido, frente por frente a mi ventana. Creo que ella, ese día, también comprendió que ya no era más como los gorriones del tejadillo.
 
Aquí sigue... Desconfiada por naturaleza. Asustadiza... Odia las telas grandes, los abrigos y todo lo que se pueda parecer a una cuerda. Al fin y al cabo, tendría que recelar de ellos si estuviera en la calle... aunque algún día entenderá que las mantas, los abrigos, las toallas... son para mí, no para ella, que ya lleva puesto un "plumífero" de serie. No se asusta cuando ve a los gatos de la vecina, porque aún no sabe que los gatos comen gorriones. Es capaz de vender su alma al diablo por un pedazo de miga de pan... y pasa olímpicamente de comer pienso prefabricado, barritas de caramelo, vitaminas de colores... etc., etc., etc. ¡Hombre, por Dios!... Vas tú a comparar semejante pijerío a un comedero lleno de buen alpiste, con algún cañamoncito para cuando se preste a la ocasión y, de vez en cuando, de la mano de mi compañera de piso -siempre de mano a pico- un jaramago fresco, o unos granitos de brécol, o pasta de huevo, pero de huevo, huevo (huevo de corral de La Clementina cocidito en casa y mezclado con pan rayado, rayado igualmente a mano con el rayador y en casa)... o simplemente pan. Pan con pan... pan tierno.

Cuando la saco a mi ventana, al sol de la mañana de invierno, es otra. Está más tranquila. Le pía a los gorriones del tejadillo, pero ya no lo hace con tanta pena. Su sitio es la ventana, por la mañana, al sol.
 
Poco a poco se va acostumbrando a mí. Yo hace tiempo que me acostumbré a ella, tanto que sin Alameda, la casa sería otra... el día, la noche... serían de otra manera. Creo que, en mi primer afán de no domesticarla demasiado, y luego de querer domesticarla para que no se asustara, cuando ya decidí que se quedaría conmigo, también ella me ha domesticado, a su manera, a mí.
 
No llegó en una estrella de cartón robado. Le bastó con la tapa de una tarrina de cedés. Cabía en cualquier lado. Le encanta ser gorrión. Le puse Alameda. Por el barrio... y por Alameda... y por la Alameda de Cádiz. Quiero creer que ha encontrado su nido... en mi ventana.

jueves, 7 de agosto de 2014

Azoteas

La ropa tendida al viento, que la mece, como mece al barrio -al cielo del barrio- que ya se duerme como un niño en brazos del aire.
 
Azoteas. Azoteas de mi barrio, de mis lugares del alma.
 
Abajo la calor del estío sevillano ya está dando su casi diaria tregua para resuello de propios y extraños. La gente estará empezando a salir de sus casas, para dar el paseo vespertino de cada día. La Alameda estará llena de niños jugando a tirarse globos de agua, o peloteando entre las columnas de los leones. La calle Feria habrá tranquilizado su pulso de vida.
 
Arriba, en el cielo, la tarde está conversando con el alma de los que un día, por un momento fugaz o una vida entera, fueron parte del barrio. Fueron y son. Míralos... ¿no los ves?. Están coloreando el cielo de la atardecida. Ahora son matiz, color, forma, aire... en la inusitada paleta del cielo del barrio. Del cielo de Sevilla. Del cielo.
 
Míralos... no pueden ser más que eso: anhelos. Anhelos que fueron siglo y luego alma. Y siempre Tierra... siempre Tierra, porque la Tierra en el alma prevalece a la muerte y a la vida. A la vida... y a la muerte.
 
Cielo, aire, crepúsculo, paleta con todos los colores...
 
Hoy ha sido Jueves. Algarabía y cambalache. Pero ya todo ha pasado, todo está tranquilo. Ya nada se vende ni se compra. Si acaso se da. La tarde sueña en las azoteas. El trajín se esconde hasta mañana, como un gorrión travieso.
 
Alguien está pintando el cielo del barrio de granas y violetas. Serán anhelos suspendidos, que a la tarde se encendieron... en el cielo de mi barrio.
 




viernes, 11 de julio de 2014

Barrio

Barrio... Barrio...
 
Casas desiguales. Gente que aún te da los buenos días, las buenas tardes y las buenas noches al pasar por tu lado. Tiendecitas pequeñas de toda la vida. O de toda mi vida. Bares con veladores. Tascas donde, a veces, se escucha un cante, una guitarra... una esquiva canción bohemia que se te cuela, clandestina, en el alma.
 
Barrio... Mañana de Sábado en el Mercado: un cartucho de chicharrones y una empanada del argentino. Una maceta.
 
Barrio cambalache, alma de tu vida y de la ajena vendida a saldo en medio de la calle. En medio... como el Jueves.
 
Barrio de noche, alma de flamenco y de jazz. Yembé por bulerías en el paseo. Todo un universo cuatro calles.
 
Barrio libertad. Dos palomas subidas a las columnas de los leones. Corrillos de jóvenes sentados en el suelo en el paseo. Pintas extrañas en la calle Feria. Un china que monta un Covirán. Niños que juegan al fútbol más callejero aún antes del anuncio de la Coca-Cola. Avanzadilla de todo lo libertario de Sevilla. De todo. Gheto morisco, Gheto de la homosexualidad, Gheto del Flamenco, Gheto... hasta del Flamenco que no querían los flamencos. De la Ópera Flamenca de los 20, el Carnaval de los 30, el Rock de los 70...
 
Barrio arco, barrio postigo sin cancela. Balcones con el piso de azulejo llenos de macetas de geranios. Barrio oliendo a tomillo, a albahaca. Corrala inmensa con las puertas de par en par. Galería con romero y yerbaluisa. Alguna que otra historia para no recordar. Barrio... barrio de barrio, barrio.
 
Barrio del alma, barrio indefinible conjunto de arquitecturas soñadas, o sentidas, o pensadas piel adentro y afuera. Barrio de mis ojos cerrados y una canción de Marinelli.
 
Barrio desolación. Puta y prostíbulo de una ciudad que lo quiso poco... demasiado poco. Plaza de la Mata y Vulcano, resquicio y relato de lo que no fue, sino es, aunque queramos esconderlo. Espejo ingrato y cierto de una sociedad burdel donde los sentimientos se compran se alquilan y se venden al mejor postor, con mucha más inmundicia que lo hiciera la más veterana de las meretrices. Pumarejo, por donde de vez en cuando vuelve a vagar el esperpento de la libertad, engañada y prostituída, buscando ambrosías vanas. Muchos ya cayeron, ángeles negros pateados por un corcel salvaje, irreductible... Quisieron ser como Dios... como algún Dios. Algunos... yo no digo que todos, pero algunos... eran genios.
 
Barrio esperanza, que naces y renaces cada día de entre las cenizas de la noche anterior. Barrio paleta de colores. Cielo azul de entreleones de las dos y cuarto de la tarde. Barrio pendenciero, valiente, echado hacia un futuro que ni tú siquiera conoces. Barrio diferente, diverso, distinto a cada paso, a cada minuto, en cada luz. Barrio que rompes cualquier molde en el que te quieran meter. Barrio vivo. Barrio "barrio".
 
Barrio... Barrio... el de la copla de Gardel, pero musicada y musitada a la sevillana manera... Barrio mío... Barrio... que tenés el alma inquieta de un gorrión sentimental.
 
Perdoná si al evocarte se me escapa un lagrimón.

Cádiz y Tú

 
Si me pierdo en tu mirada, me llevas a un mar en calma de atardecida.
 
Si me enredo entre tu pelo me tornasola el alma un sol plácido en el invierno.
 
Y si me paro a tu vera... me quedo para siempre a tu caricia.
 
Todo el blanco y todo el sol lo acrisolaste: el atardecer y el mar, la fuente y la rama, el balcón y el arriate, la brisa salina y dorada, la calma plácida que adormece, la alegría de una calleja de pobres, la finura de la plata repujada.
 
Todo se hizo Tú, y Tú lo eres todo...
 
Y al recordarte todo lo recuerdo.
 
Y en todo lo que recuerdo te hallo.