martes, 24 de diciembre de 2013

Como el que a este lugar llegó...

... Como el que a este lugar llegó 
sin dar limosna se va 
sin duda no reparó 
que es mi Madre a quien la da 
y quien la pide soy Yo.


(de un azulejo de la Iglesia de la Divina Pastora, en Cádiz)


Venía soñando desde Sevilla con verla. Sacrifiqué horas de estancia en la Tacita por encontrarme con aquella puerta abierta. Convencí a mi compañía, una amiga que vino del otro lado del charco siguiéndole los pasos a La Pepa, de que el mejor día para ir a Cádiz era el Domingo (aunque nos encontráramos con media ciudad cerrada y la otra media sin abrir), y de que aquella recóndita iglesia, que no conocía, tenía la fama de ser uno de los monumentos más bonitos de Cádiz, y por tanto había que ir a visitarla. Y a todo aquel al que paraba para preguntarle por alguna calle, por alguna plaza o algún monumento, le terminaba espetando: "Y de ahí se puede ir andando luego hasta la calle Sagasta, ¿verdad? ".

Y es que, aunque fue mi tierra sevillana la que por vez primera la llamó Pastora y la vistió como tal, a Cádiz le cabe la gloria de haber sido la primera que la supo reconocer anfitriona de la dulzura. La primera, hablando en prosa, que edificó una casa para Ella bajo la dulce advocación de Pastora de las Almas. Y eso pesaba mucho para aquella aprendiz de pastoreña, que apenas estrenaba entonces la medalla de su hermandad de San Antonio.

Eran casi las seis de la tarde cuando divisé desde Tavira los destellos de una cúpula cubierta de cerámica azul. Pocos minutos antes, utilizando un artilugio extraño que a fuerza de contraponer espejos y luces dibuja en una tela redonda el alma y el cuerpo de la ciudad entera -con su ropa tendida meciéndose al viento, sus gaviotas, y la tenue algarabía de su paisanaje dominical- una cicerone nos había paseado virtualmente por casi todo Cádiz, poniéndole nombre a cada barrio, a cada torre, a cada calle, a cada iglesia... También a la suya.

Apareció entonces a mis ojos, en la azotea de aquel mirador, como un pequeño joyero con forma de cáliz volcado, como si su corazón de azulejo y piedra fuera capaz de presentir que es una flor lo que dentro de ella se alberga. Tal que otra Bella Escondida, que en vez de otear Cádiz desde el cielo, se asomara al Cielo desde el Barrio La Viña.

Luego de bajar de Tavira me acerqué a la Plaza de las Flores, con la esperanza, alentada y orientada por la cicierone de la cámara oscura, de encontrar un kiosquillo donde comprar un carrete de fotografías.

Cádiz es mucho Cádiz. Cada rincón es un guiño a la gracia más andaluza, aunque no venga en la guía de monumentos que reparten a los turistas en la caseta de Canalejas; cada calle, rematada por la claridad salina del mar, se te mete en la retina y en el pensamiento; cada balconada es digna de ser inmortalizada no ya por una foto de tercera categoría, como las que solía tomar con mi desvencijada Konica, sino por el mejor de los pinceles; una simple casapuerta se convierte en el más recalcitrantemente hermoso de los monumentos cuando el sol juega a hacerle la corte a su favorita Gades, y Cádiz, voluptuosa, le corresponde regalándole mil y un tonos de blanco.

... Y yo, entre pitos y flautas, casi sin darme cuenta, había llegado a la última y la más ansiada de mis paradas en la trimilenaria sin apenas una foto que echar, quemado ya el segundo carrete que, por la mañana, recién llegada, compré a los pies de la Catedral, en el Bazar Yupi.

Recuerdo que después de encontrar el kiosco y el carrete, así como me había dicho la de la cámara oscura de la Torre Tavira, nos sentamos a tomar un helado en la esquina de la calle Columela. ¿O era un pastel?.

El resto… fue cosa de Ella.

Eran casi las siete de la tarde cuando nos levantamos de la heladería. Entonces no había Smartphones, ni acaso eran tan comunes los “gepeeses”, pero el “gepeese” en Cádiz se enciende rápido: preguntando se llega a Roma.

Y nos pusimos en camino: mi amiga -que no es pastoreña- iba detrás, despecio, disfrutando de cada paso por la Tacita... Yo iba delante, nerviosa, alborozada, casi volando por las calles a paso de crucero, deseando de llegar y contando las calles para no perderme según la explicación que nuestro “gepeese” particular -un viejo gaditano, orgulloso de vernos las dos foráneas y tan embelesadas con la ciudad- me había dado en el velador de la heladería: "Coge por Sacramento y cuenta la quinta calle de las que salen por la derecha. La quinta, la coges para abajo, y al fondo te encuentras la iglesia de la Pastora".

No me perdí. Pasé por San Lorenzo -me acordé de mi tierra, y de mi Pastora- y seguí de largo hasta el final de la calle, donde ya se puede atisbar el mar, porque huele a sal y a brisa. Al llegar al número noventa y dos, supe que había llegado a mi destino. No había más en la calle, así que debía ser aquello lo que tanto andaba buscando.

En la entrada colgaba un letrero que decía "CERRADO", pero la puerta estaba abierta, y era horario de rezo y visita, así que no me quedé asomada a la ventanita de cristal: Entré, y la miré lo más cerca que pude y que me dejó aquel asombro respetuoso que me embargaba desde los ojos a la punta de los dedos de los pies.

Salió alguien, intuyo que de la sacristía, y por un momento creímos que nos venía a decir “amablemente” que nos fuéramos. Pero no: en vez de eso, nos mostró toda la capilla, rincón por rincón.

Daba la impresión el hombre de estar algo asombrado al ver cómo dos "guiris" hablaban de la Pastora y de Fray Isidoro, de Fray Pablo y de los rosarios con estandarte, de Cádiz y de la propia capilla, y de la leyenda del Sueño en el coro bajo de Capuchinos. Entonces... la capilla estaba sola, en silencio... huérfana casi por completo de oraciones y de sueños.

Vimos el Simpecado, dechado orgulloso de destellos de platería, que conoció tiempos de mayor esplendor, cuando la Virgen salía cada año a pastorear su redil gaditano por las calles de La Viña, y que dicen -y con razón- que es pieza inigualable en toda su historia (y lo que le queda).

Entramos a la capilla sacramental, donde había una pequeña Pastorcita vestida de napolitana y resguardada dentro de una urna de cristal.

Nos habló del Cristo genovés, muy antiguo... arqueado el cuerpo herido e hiriente de dolor. San Cristóbal con el Niño y la bola del Mundo, y a su lado San Sebastián.

El retablo mayor, todo oro, ángeles y filigrana dieciochesca de Montes de Oca.

Y en el retablo, su camarín.

Y en su camarín... Ella.

No tenía puesto sombrero ni mantilla. Su misma cabellera le adornaba el rostro dulce, así como la pintara Tovar y como, dicen, la vio entre sueños Fray Isidoro. La saya rosa. El manto, terciado, azul. Sus manos... ¡ay sus manos!: flor de caricia una; y la otra, leve ronda de dulzura, sosteniendo suavemente, muy suavemente, un cayado entre un ramo de flores.

En su mirada baja de Niña Madre, sencilla y tierna, parecía recoger, no sé por qué misterioso encanto, las súplicas y alegrías y la vida diaria de cada alma, de cada corazón que llega buscando su consuelo.

Al mirarla, podría juraros que fue toda Cádiz... la Cádiz a la que había entrado por las Puertas de Tierra, la Cádiz que había oteado desde Tavira, por la que había paseado durante todo el día, empapándome de cada detalle, la de las balconadas blancas y la claridad salina al fondo de las calles; la Cádiz de la Catedral, tesoro de oro y blanco imponentemente erguido frente al azul del mar, y la de la Alameda Apodaca; y la de la Pepa y la Plaza de España; la de interminables paredes de piedra ostionera, ciento y pico de recoletos miradores coqueteando en el cielo y balcones blancos cuajados de flores… Era Cádiz entera la que aparecía de nuevo ante mis ojos, reflejada en aquel pequeño rostro, sencillo, cautivador... Incluso el árbol que le daba cobijo se me hacía igual que aquellos árboles que había visto salpicar cada calle, cada plaza, cuajados de flores violetas.

El Pastorcito estaba abajo, justamente debajo del camarín de su madre.

Tomé algunas fotografías, aun a sabiendas de que no saldrían demasiado bien.

Luego, apagué la cámara... y encendí los ojos, para que fueran ellos los que grabaran en la retina de los recuerdos más hermosos, aquel rostro, aquel momento.

Me arrodillé un instante, la miré queda, tranquilamente. Medio pudorosa, medio arrebolada, desgrané poco a poco ante Ella, silenciosamente, la oración que le suelo rezar a la Pastora cuando le rezo en mi Sevilla.

El reloj perdió sus manillas en aquel instante, prendido el tiempo en su mirada, en aquel rincón de una ciudad que no conocía, y sin embargo, me embriagaba.

El tiempo parecía haberse parado en Sagasta. ¡Pero en el resto del mundo corría como un gamo!.

Me hubiese gustado rezarle un rosario entero, con sus letanías pastoreñas, su “Embeleso de los Cielos” y la Consagración Calasancia. Pero se hacía tarde, y cuando mi compaña miró el reloj y me dijo, nerviosa, la hora que era, no pudimos más sino salir a escape, so pena de perder el último tren que nos llevara a Sevilla de vuelta.

Aún fuera de la parroquia, mientras mi amiga, ciertamente mejor orientada que yo, preguntaba por dónde podríamos acortar para llegar a la estación a tiempo, me fijé en una pequeña ventana que, inserta en la pared de la iglesia, albergaba el altar de una imagen del Pastor Niño, sentado, con un corderito. Y debajo, en un letrero, podía leerse:

"...Como el que a este lugar llegó 
sin dar limosna se va 
seguro no reparó 
que es mi Madre a quien la da 
y quien la pide soy Yo"


No hubo tiempo para dar la limosna. ...Sin duda, como rezaba la leyenda en la ventanita, no reparé en ello. Quizá ni tan siquiera reparaba en marchar, y cuando lo hube de hacer, no podía ya volver sobre mis pasos. Hubiera perdido el tren... y me hubiera convertido, como en el pasaje bíblico, en una estatua de sal (de sal de Cádiz), sin poder volver, de una y otra manera, a mi lugar: Sevilla.

Cuando llegué a Sevilla, abrí mi ordenador, me conecté a la red y busqué una balconada virtual que tuviera el cierro muy blanco y diera al mar de aquella Cádiz que recién conocía, y empezaba ya a enamorarme. Y en la esperanza de que por casualidad, o por providencia... o por Supercable -vaya usted  saber- quizá algún gaditano o gaditana asomárase al mismo balcón, escribí estas palabras:


“Miren ustedes, gaditanos, gaditanas: os pido que me hagáis un gran favor.

Cuando pasen por la calle Sagasta... lléguense a saludarla... Si está cerrada la puerta de la iglesia, no se apuren... vuelvan en otro momento. Ustedes la tenéis tan cerca…

Récenle un Ave María... o al menos un Bendita Sea Tu Pureza, que es más corto...

Quizá eso valga para saldar esa cuenta de devoción que esta sevillana dejó pendiente en la Tacita ante su mirada.

Quizá eso me sirva de puente en el alma, y me guíe los pasos de nuevo -algún día- como miguillas de pan místico hasta ese joyero blanco, rematado en porcelana azul, con forma de cáliz volcado hacia abajo, que guarda con celo la más bonita Flor que vi en mi viaje a Cádiz: la Divina Pastora de la calle Sagasta”.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Estrellas fugaces

Una taquilla vacía. Unas zapatillas que quedaron sin dueño, sin sueños, sin pies. Coreografías que ya no se representarán, o que tendrá que representar otra persona. Hueco. Un hueco persistente, impertinente, inconmensurable.
 
La pipa del Tango, con un cigarro de papel de cuaderno de cuadros, liado un rato antes de salir a sabe Dios qué escenario. Los zapatos de tacón, heredados quizá de otra estrella fugaz, guardados en la bolsa, olvidados. Un pantalón de chándal que en tiempos fue mío, aunque hace mucho que ya no me entra. Una foto arrugada, en que aparecía vestida de 'atul' marino, junto a un gran ramo de flores, saludando tras haber bailado a Juan Ramón".
 
Ya venía diciéndolo desde hacía tiempo: "Cuando termine la gira me voy con mi gente. No es que esté mal, ni que tenga nada contra ninguno de ustedes. No tengo nada con ningún compañero, no le busquéis tres pies al gato, pero cuando termine la gira me voy". Y, terminada la gira, se fue.
 
Y es lo más normal del mundo, ¿no?. Una persona que haciendo uso de su libre albedrío decide cuál ha de ser su camino en la vida, equivocado o no, recto o sinuoso, pero el suyo al fin. No tiene mucho de especial, menos aún si, echando la vista atrás, recordamos que fue la misma tenaz autodeterminación la que la llevó a parar su camino en esta playa, hace ya algunos años. Ahora el barco se fue, navegando, a otro puerto.
 
No sé si seguirá bailando en la nueva andadura que quiere empezar a partir de ahora. No sé con quién. Le dije que si quería seguir que me llamara para aconsejarle a alguna compañera de confianza, aunque no creo que lo haga. No sé qué hará a partir de mañana, a partir quizá de hoy, de esta mañana en que su lugar ha amanecido baldío. Tampoco me incumbe, aunque me importa... y mucho.
 
Tengo la esperanza de que me la encontraré cualquier día por la calle y me contará que le va bien, que está trabajando, que ha encontrado al fin alguno de sus esquivos anhelos. Y hablaremos un rato de Danzaterapia, de Cádiz o del Portil, de Gualberto, Carrasquito y los Tartesos (sin doble s).
 
Tengo la certeza de que me la seguiré encontrando tras la esquina de cualquier recuerdo, por ahí danzando, en esas fotografías del alma que quedaron impresas para siempre en la leyenda no escrita de horas y horas de ensayos, de riñas, de risas, de clases... en horas, minutos, fugaces instantes de todo lo que fue 'lo nuestro', lo de todos nosotros.
 
Una taquilla que quedó libre. Unas zapatillas casi nuevas que, indefectiblemente, serán heredadas por otro astro de luz, hoy brillante, parada a pleno arder en este trozo de suelo-cielo nuestro; mañana... ¿quién lo sabe?. Coreografías recicladas o renovados pasos de bailes de otro estilo, con otro color y otra música.
 
Hoy ha ensayado con la compañía otra estrella fugaz.

jueves, 31 de octubre de 2013

La dulce víspera

Víspera, víspera, víspera... Qué dulce es la víspera cuando el rumbo es Ella.

Es como ir oliendo poco a poco el aroma de una vara de nardo, que se acerca, que se acerca, que se acerca... hasta que estalla en el aire que llevas al pecho y te inunda entera, casi ya rozándote en el rostro el tallo florido.

Tan lejos estuve de cuerpo y alma... y ahora, que ya se presagia la víspera dulce de su mirada, el alma se esc
apa, se adelanta, la mira ya y la imagina, y la recuerda con un recuerdo que se resiste a hacerse pasado, que se quiere colar en el presente, y anunciar el destino inminente de nuestras presencias cercanas... Y parece que tira el alma del cuerpo hasta su orilla, en víspera, en dulce víspera.

Noviembre se olvida de que es Noviembre, se siente Mayo en su mirada. El barrio la presiente. La Feria la sueña. La Alameda nunca la olvidó. Amparo, -¡ay, Amparo!- será tres veces amparo.

El luto se hace gloria y la sangre enloquece por las venas confundida de Primaveras asoslayadas, jacaranda sencilla revuelta en nardo. Mayo se cuela por los entresijos del alma, y casi -casi ya- estalla en rumor de campanillas.

Y todo, fíjense ustedes, porque de mañana sale María, la de la Placita, a escuchar misa de Domingo.

Cuánto sabéis, corazón y Tierra, barrio, terruño y corazón, de las cosas importantes.

Con qué locura bohemia saboreáis, como si fuera el mejor de los manjares, la víspera... la dulce víspera.

jueves, 8 de agosto de 2013

Albahaca, yerbabuena y toronjil

“… Mi corazón espera,

también hacia la luz y hacia la vida…”.

 
(D. Antonio Machado, “El Olmo Seco”)

 


Las empecé a comprar hace año y pico, las primeras en la Feria Agrícola de la Alameda de Hércules. Quizá su primera y mayor cualidad, al menos entonces, es haber estado a mi vista en el bulevar de los parias... en mi Alameda sevillana.

 

Me encantan los aromas, aunque nunca me han llamado la atención los perfumes caros. No... Yo soy más de las varitas de yerbaluisa y clavel de Laila, que tenía una tienda de sortilegios en la calle Feria cerca de la Plaza de Mengíbar... del olor concentrado a incienso en el Besamanos de mi Virgen, durante los Cultos de Otoño de mi Hermandad, o del de  la Pastora de Santa Marina el día de la Purísima Concepción, cuando los hermanos primitivos -dieciochescamente exagerados- queman en los incensarios qué sé yo cuántas medidas del más aromático, y se aroma toda la esquina de la calle hasta la Casa de los Artistas... del aroma a  alhucema quemada en una copa de cisco, en el salón de la casa del Castillo de las Guardas de mi amiga Mari Carmen, apurada la esencia y compartida entre quienes nunca somos extraños… de pequeños trozos de jabones artesanales, comprados al corte, cada uno de una esencia distinta, en cada viaje, en cada feria, o cuando me los han recomendado para las grietas que, en temporada de montaje, de tanto marcar con palmas, me salen en las manos.

 

Y de macetas... de muchas macetas... todas de olor.

 

Sí, ya sé... que hay algunas mucho más vistosas, con colorines... la crem de la crem de la botánica cuestión. Pero a mí me gusta más la albahaca, la yerbabuena, el tomillo, el toronjil, la lavanda, el romero... Esas que según algún que otro pariente cercano son demasiado silvestres para gastar una maceta de porcelana en trasplantarla, porque “niña… si es un tomillo, y eso no vale nada, hija”, y que dan unas florecillas de nada, sí... Pero es que dan un olor... ¡¡¡qué olor!!!.

 

Quizá sea esa predilección mía nunca perseguida pero atávica por "lo otro": por la cara B de los discos de vinilo, por las Glorias en vez de por la Semana Santa, por la calle Feria y la Cruz Verde más que por la Campana y la calle Sierpes, por un bañito en La Caleta más que por un crucero por las Islas Griegas, por Alameda más que por Triana, por San Lorenzo más que por la Catedral, por Vallejo más que por el Niño ‘Marchena, por la Velá del Carmen más que por la Feria de Abril, por un cuartillo en La Alameda más que por un palacete de los que todavía quedan cerca de la Fuente de las Palomas... y hasta por los leones más que por los Hércules.

 

Quizá una manera como otra cualquiera de tratar de ignorar los gritos, que a veces llegan a alaridos, de mis pasiones con minúsculas y mis fantasmas de toda la vida: mientras cuido macetas, riego macetas, miro macetas o paso la mano por encima de las macetas, no estoy comiendo de más, ni bebiendo refrescos azucarados, ni comprando en los chinos trastos que luego no utilizo.

 

O que requieren menos tiempo, y menos urgencia, que otra de mis aficiones truncadas de toda la vida: criar pájaros erráticos, temporal o permanentemente echados a perder, o tener un pequeño palomar, lo que, en casa, en mi casa, es tanto más que imposible.

 

Vete tú a saber... porqué me empezó a picar el gusanillo de ir llenando el balcón de macetas, cada una con un aroma diferente. El caso es que me dio por ahí, y no era demasiado caro… y además de vez en cuando le podía pedir prestada a alguna una hojilla, para aromar mi cuarto o algún guiso… o para mis tés con yerbabuena.

 

Quise hacer de mi terraza un jardín de esencias, o “de los sentidos”, que se llaman así -“de los sentidos”- porque, al tiempo que ver sus colores distintos, puedes pasar la mano por encima de las hojas, sintiendo el distinto tacto de cada una, y, luego, cerrando los ojos, al acercar la mano a la cara, puedes percibir el aroma, distinto de cada una, que es el verdadero tesoro de la yerba en cuestión, un olor a silvestre, olor a libertad, a profundo.

 

Pero algo debió fallar…

 

Puedo suponer, por lo que luego me han dicho gente que sabe del tema, que fue mi excesivo, pero inexperto celo, porque con la calor de Sevilla, por miedo a que se encontraran secas, las regaba demasiado a menudo, y demasiado profuso… Tanto que, con el ‘enguachisne’ permanente, algún bicho debió atacar a alguna de ellas, y de ahí saltar a las demás. Se me minaron todas.

 

El tomillo hube de sacrificarlo, y la estevia y dos de las albahacas duraron algo más, pero también terminaron por mustiarse. Las demás las podé como pude, como mi inexperiencia absoluta me dio a entender, intentando, sin pelarlas del todo, quitarles todas las hojas roídas por ese minúsculo duendecillo, que no alcanzaba a ver, pero que las dejaba llenas de hoyitos blancos y redondos, traslúcidos, como sorbido el verde.

 

Después compré una albahaca de hoja pequeña a uno de esos que van ambulantes, huérfanos de papel alguno, con el cajoncito en la mano, vendiéndolas por la calle Feria o en la Alameda. Me encanta el olor y el sabor de la albahaca, en la pasta, en el revuelto de setas, en la carne… en un vasito o en un platito en mi cuarto, tal cual fueran capullos de jazmín recién abiertos, o en la palma de la mano, recién pasada por las hojas verdes de la maceta.

 

Pero las nuevas hojas tardaron muy poco en agujerearse de igual manera que las que podé. Sin saber qué mal era, fui a pedir consejo a la floristera del vivero del bulevar (ese que tiene flores plantadas en los más inverosímiles de los objetos: zapatos viejos, cestos, bolsos que alguna vez fueron bellos, nuevos y de alguien…), sin que, a la vista de una de las maltrechas hojas, totalmente podrida, la mujer me pudiera dar  tampoco Norte y Sur de lo que estaba acabando con mi incipiente y ya casi destruido “jardín de los sentidos”.

 

Entonces, ya a las últimas, les hice beber y comer todo lo que unos y otros y yo misma pudimos encontrar en revistas, en internet... en cualquier parte, para matar toda clase de bichos e insectos varios: flises de agua con limón, riegos con una gotita de friegaplatos vertida en el agua de la regadera llena, un diente de ajo -que luego brotó y meses después me comí- enterrado junto a cada mata… Pero de nada sirvió todo cuanto hice.

 

Me dio pena tirarlas. Estaban enfermas -muy enfermas- pero estaban vivas… y olían. Olían como pocas macetas he visto oler. Al fin y al cabo, cumplían su tarea: aromar. Y a quien cumple con la tarea que a querencia le corresponde no se le debe descartar de cuajo: es una crueldad... que, además, conozco bien, y no me hace ninguna gracia participar de ella.

 

Las dejé… regándolas de vez en cuando, en la creencia firme de que, con la que tenían encima y el Otoño que se avecinaba, no durarían mucho más.

 

Del mismo modo resolví, ahora sé que con acertado tino, no seguir ampliando más mi jardín de esencias hasta el augurado “funeral” de las primeras habitantes de mi fantaseado vergel, dando por hecho que, como ya había pasado con la albahaca nueva del ambulante, cualquier cosa que llegara a mi terraza de primeras sería tomada por la plaga de… de lo que fuera, que aún no he dado con lo que pudiera haber sido.

 

Y llegó el Otoño… y las desmejoró casi al punto de acabar con sus brotes, despojándolas de todo atisbo de belleza o de dignidad, y dejándoles apenas algunas hojas verdes, minadas todas ellas, e incluso los tallos, de aquellos redondelitos traslúcidos, algunos ya ennegrecidos. Mil veces me preguntaba cómo y por dónde aquellas cuatro ramas casi desnudas, leñosas ya en la base, y arrugadas, llenas de algo que no veía pero que indudablemente las estaba corroyendo, se aferraban a la vida, guardando siempre tres o cuatro hojillas infectadas, sí, pero aún tiernas y olorosas, muy olorosas.

 

Y de la misma manera que llegó el Otoño, se fue, y llegó el Invierno, y también se fue… no sin antes arruinar del todo la rama grande, ya sin vástagos ni bastones, del toronjil, y terminar de secar del todo la albahaca, la cuál la había comprado por “permanente”, o de hoja perenne, habiéndome jurado y porfiado aquel floristero francés que me la vendió en la Feria de La Alameda que esa variedad no moría con el frío -caso especial entre las albahacas, que son plantas de una sola temporada y suelen morir cuando se va la calor-, sino que, aunque en invierno permanecería menos vistosa, como aletargada, volvería a retoñar en Primavera, en todo su esplendor de verdura, aroma y flor. Pero claro… todo esto, de estar sana.

 

            Sin embargo, al toronjil, por debajo de la rama madre, toda desaliñada y ya muerta, le estaban brotando, clandestinamente rastreras, unas hojillas nuevas, pertinaces en la lucha contra la hoz o el abandono. La empecé a cuidar de nuevo, a pesar de que las hojas nuevas también lucían estigmatizadas con las mismas marcas que sus predecesoras. ¡¡Maldito bicho de los demonios!!.

 

            La yerbabuena crecía… no mucho, porque es una de hoja pequeña, la más pequeña de cuantas tuve sembradas antes de la plaga-catástrofe que diezmó mi recién estrenado jardín. Procedía la coqueta matichuela de un esqueje que me dio mi amiga Reyes una tarde de primeros de Mayo en el bulevar, en el paseo de los parias, confundida creyendo que era otra yerba. Yo ya tenía yerbabuenas, de hojas grandes y frondosas… y lo que quería era una albahaca de hoja pequeña, que tienen un sabor un tanto más picante que la común, de hoja más redonda y grande. Pero, regalo de una amiga, no la iba a rechazar. Y además: olía sorprendentemente bien. Muy bien. Perfecta para mis tés y tisanas, para mis caldos y el arroz viudo que tanto me gusta comer los sábados a medio día. De todas las que replanté cuando hice la primera cura, fue la única que sobrevivió, aunque insana ya para mucho tiempo.

 

            A la albahaca “Luciano” (así se llamaba por ser éste el nombre del maestro hortelano que le consiguió dar la cualidad de perenne) la di por perdida.

 

Era ya tiempo de Primavera, cuando, además de las flores y las yerbas de olor, comienzan a florecer las actuaciones, los mini-bolos por teatros y multiusos de las casas de la cultura de algunos pueblos, o las clausuras de cursos de institutos, facultades, colegios nacionales… La época, señalada igual en cada calendario, año tras año, en que se empieza a recolectar el fruto de algunos proyectos paciente y lentamente horneados en la estación del frío, corrida cada año casi por completo dentro del estudio, proyectando, ensayando, creando, creciendo… aprendiendo y enseñando, y tratando de mantener el tipo de mis compañeros danzantes y el mío propio sin caer en el tópico del aburrimiento gris, sombrío, rutinario… tan contrario y tan dañino a todo lo que se llama Arte como el grosero inquilino de mis macetas para sus hojas y ramas amarilleadas y lánguidas.

 

No daba ya tiempo de retirar macetas… No… Las desgraciadas que sucumbieran al esquivo duendecillo tendrían que esperar tras el pretil hasta que pasara la “temporada alta”… que no es larga… para qué nos vamos a engañar… pero a veces sí intensa, excluyente, agotadora…

 

Cuál fue mi sorpresa al ver que, con las lluvias propias de la estación, este año más cansinas y abundantes, la albahaca, que parecía totalmente muerta, empezó a retoñar de nuevo, incluso a florecer, enseñando, en su punta más alta, un racimo de florecillas blancas.

 

Compadecida de mis asistidas, y admirada de la resistencia que, durante un año casi, habían opuesto a la sombra, siempre presente, del bidón de la basura, quise llevarlas a La Floroña, un puesto nuevo de flores que han puesto en el bulevar, en La Alameda, a que me dieran una medicina de verdad, un “fitoquímico” de esos que a los ecologistas hippies del Huerto del Rey Moro les gusta tan poco… aunque por unos meses tuviera que prescindir de pedirles prestadas sus olorosas ambrosías para mis guisos, tisanas y refrescos. Incluso fui a hablar con el dueño… Pero la temporada arreciaba: el fin de las prácticas de Danzaterapia, las salidas a comprar material, las actuaciones, la preparación de nuestra gira otoñal por Centroamérica… más el trabajo extra en la Hermandad, con la Procesión de la Virgen por el barrio el cuarto Sábado de Mayo, la Función al Santísimo, el Corpus de Sevilla, el de San Lorenzo, la Procesión de San Antonio… Y de colofón, para redondear la faena, la desafortunada caída de un familiar directo, que terminó en prescripción médica de reposo absoluto por tiempo indefinido, y el consiguiente desasosiego que da el tener a una persona encamada por semanas en toda la marcha de la casa. ¡¡Imposible de dedicarle tan siquiera una mirada a mis destartaladas macetas!!, que, sin remisión alguna, se fueron secando hoja por hoja, a la calor casi abrasante de Junio y Julio sevillanos, sin ni siquiera un sorbo de agua fresca de la regadera o de la re-que-te-reciclada lata de champiñones con que, en condiciones normales, hubieran calmado su sed de cuarenta grados a la sombra.

 

Al fin y al cabo -me dije- estaban enfermas desde hacía un año… Ahora, cuando llegue Agosto, cogeré las vacaciones, y, como ya no hay macetas enfermas, podré proseguir con mi jardín de los sentidos, adquiriendo otras macetas y matas, ya sin el fatal inquilino que mató a las anteriores.

 

No sé si fue mi tía, que por hacer las cosas más allá de pluscuamperfectas, enchufó dos o tres regaderas a los ya cadáveres de las macetas de mi frustrado jardín… O fue que, habiendo lavado no sé qué prenda delicada a mano -tal vez un... 'algo' de gasa o sedilla, del vestuario de escena del grupo de Danza-, y como algunas no se pueden escurrir, echara ella o yo el resto del agua, recogida en el baño que dejo bajo el tendedero para que, al chorreo de la prenda, no se se cale la solería y moje a los vecinos, a los tiestos, aún con las raíces dentro y el esqueleto desnudo de las hojas muertas, quemadas de sed, para no tener que pasar con el baño lleno de agua a dentro de la casa y manchar el suelo de pisadas.

 

El caso es que un día, hace pocos días, de entre las hojas achicharradas de mi albahaca “Luciano”, de mi yerbabuena de hoja pequeña y de mi toronjil, empezaron, de nuevo, diría yo que milagrosamente, a brotar pequeñas hojas verdes. ¡Por Dios, qué aguante!.

 

Y fijándome un poco, me di cuenta que las hojas estaban limpias, sin los malditos redondelillos de verde roído. ¡¡Todas!!. Ni que decir tiene que no me lo podía creer.

 

He podado, esta vez a fondo, a mi toronjil, a mi yerbabuena y a mi albahaca. Las dos primeras han quedado con las hojillas nuevas, sanas. A la albahaca, como tenía las ramas muy altas, y lo sano lo tenía en las puntas, por no dejarla desnuda por abajo y con “pelambre” por arriba, que tarda más en llegarle el agua y el alimento, la pelé y le corté las largas ramas hasta una altura prudente, fijándome en dejar los minúsculos botones verdes que tenía ya al punto de abrir.

 

Durante unos días he estado aderezando mis comidas con el resultado de la poda. Sea lo que fuere que tuviere, a mí no me hace daño. Estaba todo buenísimo.

 

En dos o tres días, los botones se han convertido en hojas -en hojas por ahora sanas-, y está mi albahaca la mar de contenta, abriendo cada día más sus alas, tras el pretil de la terraza… haciéndome embelesar al comprobar cómo, en sólo unas horas, su apariencia varía -os lo juro- como la de un pastel cuajándose en la encimera de la cocina, como la de un cacharro de barro secando su estrenado color al aire.

 

Y huelen… ya, pequeñas, al punto estrenadas, huelen de tal manera que…

 

Y aquí me hallo, entregada a la causa, comprobando cada día si les falta agua o si todavía tienen las entrañas húmedas -no vaya a ser que me pase de nuevo- con un palito, o enterrando el dedo chico… en la esperanza de ver crecer, aromar, florecer, a mis “reciennacidas eternas”, vigilando cada día si es cierto que se ha ido o se ha muerto o lo que sea el cochino bicho para, en cuanto pase un tiempo razonable, si siguen estando sanas, comprarme en La Floroña, o en el vivero del paseo (o quizá vaya a La María a Capuchinos, y así me paso a ver a la Pastora), romero, lavanda, tomillo, poleo, yerbaluisa… para poder pasarles la mano y disfrutar de las esencias del aromado “jardín de los sentidos” de mi terraza.

 

 

Y el aroma madre de mi alma, el aroma… el mío… de Sueños y Danzas, Amor, Vocación, loca bohemia escondida… la esencia mía que tantas veces ha secado y florecido de nuevo, ahora en dique seco, roída, diezmada, por mis pasiones con minúscula y la vorágine de la vida… ¿retoñará ese aroma como mi albahaca?, ¿como mi yerbabuena?, ¿como mi toronjil?.

 

… Mi corazón espera… espera hacia la luz, y hacia la Vida.

domingo, 14 de julio de 2013

Volver...


… Con la frente marchita, como cantaba el tango. Con las heladas de una vida que no te pide permiso para jugártela de vez en cuando cargando mi sentido y mi espalda de años, de fracasos, de sueños rotos y proyectos olvidados. De lo no vivido. De lo que no quise vivir y, sin quererlo, me tocó apurar. Con casi veinticinco kilos de más y un franco problema para controlar lo que como y lo que dejé hace tiempo de comer… por citar alguna de las jorobas adquiridas.
Volver con el alma casi congelada. Con el vago recuerdo de haber sentido. Con la mochila en que antaño guardaba mis zapatillas y mis castañuelas repleta de pasiones con minúscula, dispuestas a saltar a cualquier resorte y convertirse en dragones con siete cabezas para quemarme la vida de una cierta llamarada.
Volver sin saber cómo. Olvidado hace tiempo el mecanismo de andar. El alma varada en mal puerto desde hace tanto.
Volver a intentar desandar el camino -el mal camino- sin saber si lo conseguiré de ésta o volveré a caer de nuevo. Sin saber a dónde llegaré, y acaso sin saber a ciencia cierta si quiero llegar a ningún sitio.
Volver a acostumbrar el alma a que todo no está perdido… para pedirle que luche, aunque para ello se tenga que volver a hundir en la noche oscura que transitó hasta esta playa desierta de esperanza, de identidad y de baile.
Volver a encontrar tiempo cada día para improvisar un calentamiento, un estiramiento… un tiempo para la Danza, aunque tenga que comenzar desde más abajo que desde cero y el cuerpo ya -aún- no me lo pida.
Volver… volver… volver…
Volver a decirle al alma que ame, y que el alma se crea que ya no ha de prescindir de lo bien amado. Volver a hacer presente lo que tanto me dolió hacer recuerdo.
Volver a donde jamás estuve. Ser de nuevo lo que sé que nunca llegué a ser. Volver a sentir y a disfrutar. Volver a aprender a dejarme llevar, aunque mojar el alma me exponga, de nuevo, al mordisco de algún perro pendenciero.
Volver… que es encontrar el valor para volver a respirar Danza, por la Danza y para la Danza, a vivir Danza, en Danza, por la Danza y para la Danza; a soñar Danza; a pedir y pedirme, cada día, Danza.
Volver al sacrificio del dulce yugo elegido por amor, por vocación, antes del naufragio.
Volver, ignorando que a veces, más veces de las que quisiera, me parece no sentir nada por la Danza, ni acaso por la vida.
Volver, asumiendo que quizá el hielo que se ha instalado en mi esencia puede que sea ya tan gélido, tan viejo y establecido, que no volverán a deshelarse las entretelas del alma.
Volver… sin pensarlo demasiado… porque como lo piense… Pero anda que si pienso en no volver…
Volver a bailar. Volver a ser Danza, cuando siento la Danza tan lejana, tan ajena, tan ya tan poco mía.
Volver a empezar. Empezar a volver. ¡Ya!. ¡Ahora!.
Volver… ¿Podré volver?. ¿O acaso estoy alimentando un reflejo del pasado, llegado a este prado yerto de mi presente por no sé qué camino olvidado del alma?.
Volver… sin saber volver… con la duda pataleándome en el centro del corazón y del sentido. Mas ¿Quién lo sabe?. ¿Tendrá alguien desentrañados ya, para sí o para otro, los secretos que guardan el destino y el alma para írnoslos dando de comer a poquitos, como a las palomas?. ¿Alguien sabe tanto como para no dudar, como para no errar, como para no caer, y abandonar, y tener que volver… o no volver?.
Volver… con la frente marchita, como dice el tango. Y densa la fuente del  pensamiento, entre dudas y realidades, entre autoconsejos y pasiones varias, con minúsculas y con mayúsculas. En la soledad de siempre y rodeada desde lejos por los de siempre. Quizá una estampa nueva de mi Pastora de San Antonio ande perdida en mi viejo atadillo revuelto de recuerdos, de vivencias y de lastres. Tal vez una foto de los chavales, posando o actuando en cualquier teatrucho de pueblo, o aquella que nos hicimos el día que vino Gualberto.
Volver… Que si veinte años son nada… digo yo que siete serán “menos que nada”, ¿no?. Cábala imposible de Matemáticas inexactas de la vida.
Volver… volver… volver… Que el viajero que huye -ya lo decía Gardel- tarde o temprano detiene su andar, y vuelve al primer amor como a la tierra madre, al terruño primero, a la piedra fundamental.
Volver… con la esperanza -humilde, casi imperceptible- de sentir de nuevo, de Ser de nuevo, de bailar de nuevo… aunque ya nada sea lo mismo que fue, ni lo que pudo ser. Aunque siga el alma mutilada de tanto y por tanto, perdida la ingenuidad y la inocencia, y la frente marchita… y las nieves del tiempo plateando mi sien.

martes, 2 de abril de 2013

Salve, Fuente de la Vida. Sea lo que vos queráis...

Salto al vacío. Salto a la vida y en la vida. Sin red ni paracaídas, sin saber el oficio, aunque con vocación, eso sí... por lo menos con vocación.
 
Salto al vacío. Salto a la vida y desde la vida. Sin evadir un instante la sobrevenida de ese universo que constantemente cae sobre mi cabeza, sobre mi corazón... sobre mis manos y todo mi cuerpo.
 
Salto al vacío, y la incertidumbre, y la torpeza, de quien flota a merced de un viento que no controla, que le maneja los pulsos como si fuera una pluma, o un demonio de una flor en primavera.
 
Salto al vacío, a lo demás, a los demás... a lo otro... a lo desconocido. O a lo que quisieras desconocer. O a lo que quisieras conocer más y no conoces.
 
La transfiguración al revés. Qué bien se está aquí... después de haber echado el rato.
 
Recuerdos a fabricar que la intensidad aún no dulcifica. Un mar de nervios. Seguro que se olvida algo. ¿Qué digo que "se" olvida?... ¡Que ME olvido, que no es lo mismo!.
 
Clases, Danzas, pasiones con minúscula y Pasiones, con mayúscula.
 
La vida entera esperando salir al escenario.
 
Y luego... luego está el escenario de la vida. La vida a ganar cada día. La vorágine del momento. Sin parar. Sin pensar acaso. A la deriva de algo cuya primera identidad desconozco.
 
Salve, Fuente de la Vida. Sea lo que vos queráis.

sábado, 9 de marzo de 2013

Pensamiento

Sin tiempo.

Sin tierra.

Sin alas.

El hombre a la deriva de la urgencia establecida.

El hombre y la mujer en la deriva, desposeídos, desterrados de sí mismos, sin tierra, sin puerto, sin punto de llegada ni de partida.

Sin presente.

Sin pasado.

Sin futuro.

El hombre convertido en un destartalado computador sin lugar ni espacio para soñar, para sentir, para crear, para vivir viviendo.

El hombre y la mujer tornados en meras herramientas de metal mal maleado en manos de... ¡Qué sé yo de quién son las manos de este universo de artificio plastificado!.

jueves, 3 de enero de 2013

Jueves

 
 
 
 



Eh, oiga...
 
¿Cuánto pide usted por ese cielo azul intenso, que ilumina y techa de luz la calle?. ¿Cuánto por el blanco encalado de las paredes, matizado con el sol del mediodía?. Por la rama de un naranjo y las ondas que dibuja el viento en la ropa tendida de las azoteas, perdidas en ilusorio cambalache sobre las plantas de los pies descalzos de los balcones -laberinto de azulejos de colores-, sobre el aturdido paso de los transeúntes, y el pulso abigarrado de la calle, del mercadillo, de la ciudad interior que hoy, como es Jueves, cabe toda en esta media calle de mi ciudad.
 
¿Cuánto pide por el efímero sonido del aire chamullando de blues o de flamenco, marcando como surcos de recuerdo en mi alma de gramola vieja?.
 
¿Cuánto?... ¿Cuánto pide por el olor, el color, el sabor, el blandor, de esa magdalena grande, al final de la mañana, frente al Mercado?.
 
Por el olor, el color, el sabor... a cambalache, a Mercado, a vida, a gente, a mañana, a barrio, a Calle... A Feria.
  
 
 
 
Sepa usted... que si yo tuviera... Si me llegara lo que llevo en la mochila... se lo compraría todo sin regateo.
 



... Pero eso es imposible.