miércoles, 1 de agosto de 2012

Adelita Domingo



Tenía para mí un halo como de dios pagano, porque había sido la primera maestra de mi primera maestra, Lourdes Moreno, que como mi primera maestra que era, también lo tenía.

Y eso aunque sabía que ella y mi maestra no habían terminado del todo bien, cosa que suele pasar cuando dos generaciones imbuídas en una misma danza se cruzan, se miran, se reinventan e, inevitablemente, al fin, se separan. Años después, también a mí me ocurrió algo parecido con Lourdes, cuando levanté el vuelo desde mi academia de barrio, cerca de la Fuente de las Palomas, al cielo abierto de Sevilla, más allá de las cancelas del Parque. ¡Qué vacío enorme entonces, horfandad de zapatillas y primeros pasos aprendidos!. Y qué minúsculas en el tiempo te devuelve la vida, mejor y más cruel maestra que cualquiera otra, esas estaciones pasajeras, eternas entonces que parecían, de los primeros ventanales rotos, como impresas en papel sepia amarillecido de recorte de periódico.

Eran los años de la adolescencia, acaso de la pre-adolescencia, cuando todo empezaba y no existía en mi vocabulario la palabra recuerdo.

Era la época de las flores, los "días del arco iris", que cantaba Niccola di Bari, el principio de todo.

Todas las chicas de Octavo B estábamos enamoradas: del rubito que pasaba por el kiosko a la hora de la salida del mediodía, del hijo de la maestra de matemáticas, de Michael Jackson, de Glenn Madeiros, de Danni Amatulo el de Fama... Y yo me había enamorado de la Danza.

Así... sin más... Yo me había enamorado de la Danza, y me pasaba las horas muertas en clase, dibujando zapatillas, castañuelas y bastones en el "Piter an moly" verdinegro de inglés, o en el Bruño de religión.

Y es que a esas edades, al principio de todo, cuando todo es "lo primero" -la primera maestra, la primera academia, las primeras castañuelas, la primera falda, el primer baile, la primera nota de Albéniz en el piano- todo se te queda marcado como a fuego.

Y probablemente, no es lo mejor, no... Pero ¿tú qué sabes?.

Por aquel entonces, mi primera maestra era una mezcla entre madre por horas, el tendero de West Side Story y una especie de "camello" de la más ansiada, por amada y por necesaria, ambrosía.
Sin el freno de la impotencia, ni la huella del cansancio y del hastío, clavadas en el alma, mi vida giraba en torno a cómo destrozar zapatillas rosas de media punta, la hora de clase que me correspondía en aquella academia de barrio, minúscula, de al lado de las cocheras de TUSSAM, la fecha en que caía la Verbena de Calasancias, la capilla de la Pastora -confidente de tantas cuitas de vocación- y el sinvivir de ir sacando los cursos, más o menos, para que mi madre no me "quitara" de baile.

Todo tenía que ver, en menor o mayor medida, con la Danza. Todo. La música, la ropa, la dieta, los horarios... ese rascar de cualquier sitio, a cualquier hora, un instante -ahora nimio, entonces inmenso- para bailar, leer de baile, ver ese programa de Flamenco que echaban en Canal Sur, recién estrenado, o en el Telesú'.

Albéniz, que sonaba intrigante en el nuevo 'tocadiscos' de CDs que mi padre acababa de traer al salón de casa, desgranando en el alma de Frubeck de Burgos las notas de Asturias, Córdoba o Cádiz. Bambino, preguntando una y otra vez en el viejo picú de la academia por una chaqueta que le habían hecho "con tanta salanería". La Jota de La Dolores. American Blues (un conato de degollar a Gershwin que a mi maestra le encantaba, y a mí, entonces, también).

Canción Lógica, Andaluces de Jaén, Amanecer en el Puerto y Serrat cantando las Nanas de la Cebolla de Miguel Hernández, en la soledad de mi cuarto de estudios, o en el radiocassette mientras ensayaba en casa. Libre y Quererte, de Amigos de Gines. Annie's Song, de John Denver, sonando en Radio 80.

El Recital Flamenco de Manolo Sanlúcar, Zyriab de Paco de Lucía, y una grabación con muy mal sonido del Amor Brujo y la Danza de Los Vecinos del Sombrero de Tres Picos... todas ellas en cinta musicassette, más piratas las tres que ellas mismas, compradas Agosto tras Agosto en el puestecillo de la "Calle Sierpes" de Chipiona -ese que ponía las dos mesas grandes llenas de cintas en la puerta de su casa al lado de la Cruz del Mar- con los aguinaldos de Navidad y los cuatro cuartos que me tenía preparados mi abuela Isabel -ella y Dios sabrían cómo- por mi santo y mi cumpleaños.

Nicola di Bari, Claudio Baglioni y Antonio Machín, y las cintas de Mantovani, 'Berner Muler' y Melodías Inolvidables. Yo no sé lo que se le podía infundir a aquella pipiola de trece o catorce años, que todo tenía que ver con la Danza. Absolutamente todo.

Todo era posible, lograble, disfrutable. Todo ayudaba a pensar que basta querer para poder, trabajar para conseguir, ensayar para atrapar la Danza para siempre en la agenda de mi vida, igual que la había atrapado (¿o quizás me había atrapado ella a mí?) en las entretelas del alma.

No había nada mejor que mi academia de barrio. Las había más grandes, pero no mejores. Y nadie enseñaba mejor que Lourdes ni vendía tan buena mercancía: Albéniz, Serrano, Moreno Torroba, Bretón... y los libros que se traía de vez en cuando de Barcelona. Todo lo demás era, por desconocido, hortera. En realidad, la academia de mi barrio no era una "academia de barrio". Las academias de barrio eran las demás, las del barrio de al lado, o esa a la que había ido mi compañera de banca del colegio, en cualquier barriada al Este de la ciudad. La mía era la de Lourdes, la de MI barrio, que por otra parte ni tan siquiera era, ni había sido tal vez nunca, Barrio.

Si la Danza era la prohibida ambrosía ansiada y necesaria para el alma, no había hueco más querido que el de aquella reja fea, desnuda, huérfana de cartel alguno, de mi academia de baile, ni camello con mejor mercancía ni más solicitud que mi maestra. No... no podía inteligir que lo hubiera. Aunque siempre me asaltó la duda... ¿Ni Adelita Domingo?.

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