viernes, 25 de marzo de 2011

Merece la pena

         

Boceto para la coreografía IF YOU BELIEVE


            Mañana va a parecer un príncipe. Un faraón de Egipto con toda su magnificencia, aunque a él le sobra todo eso. Sólo le basta una buena canción para bucear en su propio “yo” y lograr comunicarse con él mismo y con el cosmos de lo no inteligible como ni usted ni yo (y eso que llevo décadas intentándolo) podríamos siquiera imaginar.

            Nació, inalienablemente, para bailar. La Danza es su vida. El movimiento su arma de libertad. La libertad, su única patria. Ama los caballos. No entiende por qué, pero el arte lo llama poderosamente. Se le abre el alma cuando escucha a Camarón, a Witney Houston o a Sergio Contreras, y en su carpeta guarda celosamente láminas con pinturas de Miguel Ángel, fotos de Danza y caballos… muchos caballos.

            Pudiera parecer, a simple vista, que vive aislado de lo que le rodea. Eso es lo que dijeron los médicos, los psicólogos, los pedagogos, los logopedas… en fin, todos esos profesionales que conocen a la perfección los patrones estándares de la conducta de las personas.

Pero mientras más lo observo, más convencida estoy de que su aislamiento es, más que un muro impuesto por el lastre inquebrantable de la discapacidad, una manera de alejarse del mundanal ruido de una sociedad que no va con él. Una manera de ser él mismo, sin aditamentos ni artificios. Un camino hacia su propio ser, desde el que sí puede ver y conversar con todo lo que le rodea. Con el cosmos, con la Naturaleza, con la Danza, con la Música y el tempo del mundo, conmigo y contigo, si sabemos y queremos escucharlo, y con el alma de los caballos. No es prosa lírica: yo lo he visto. Lo he visto con mis propios ojos hablar sin palabras con un caballo, y el caballo lo entendía, y le sonreía, y le amaba.

            Quizá es que la mayoría de las personas somos menos sensibles que los caballos, nos comemos más el tarro con tonterías y no sabemos, no queremos o algunos no podemos entender la cosmología de las cosas sencillas, necesarias, auténticas… y al que no comulga con ruedas de molino, le endilgamos el adjetivo.

            Hace tiempo que no intento que siga mis coreografías a pie de letra. Y a veces lo consigo sin intentarlo… pero ¿para qué?… si me encanta ver cómo las revienta. Si cuando las revienta las coreografías mejoran enteros. Nació libre sin remedio y sin propósito de enmienda. Ponerle trabas es perder algo de esa genialidad natural. Le doy cuatro ideas, que hacemos juntos. Luego lo dejo desarrollar. A veces no hace falta que se las dé: él me las birla directamente, sin pedir permiso. A veces es él el que me da ideas, que yo desarrollo en mis improvisaciones. A veces es un movimiento de alguno de los otros bailarines, o un paso concreto de un baile, que le llama la atención y embebe como una esponja, matizándolo con su forma esencial de moverse y de bailar, su técnica, su estilo, su idioma.

            Cuando baila, baila desde dentro, por necesidad vital, por instinto humano. No busca el aplauso, aunque cuando termina, una alegría inusitadamente penetrante lo embarga por completo, y, al comprender que tú también te sientes igual que él, su semblante se le ilumina, y a veces se acerca a ti, emocionado, a darte un abrazo.

Se ha producido el milagro. La habitación se transforma en un templo donde la Danza en estado puro no necesita altar ni mesa, porque lo inunda todo.

Quizá por eso, cuando me propuse hacerle otra nueva coreografía, escogí una pieza de música soul, de Witney Houston y Maria Carey, que habla de los milagros y posee la nobleza y la frescura de un caballo grande galopando libre con la crin al viento.

La coreografía, If you believe (Si tú lo crees), lleva ya va para dos años en repertorio. Se estrenó, como casi todo, en una ocasión pequeña, con un público pequeño, en petit comité y entre casi conocidos, en un pequeño escenario efímero, y con un presupuesto en indumentaria no ya pequeño, sino inexistente.

Es el día a día de una compañía de Danza que hace tiempo rehusó llamarse como tal para no perder sus señas de identidad como grupo de personas que bailan, que no maquinaria pesada para reproducir coreografías. Personas a las que, si no cribamos por grado de discapacidad, menos podemos éticamente cribar por el grado de posibilidades económicas. No sería ni justo, ni coherente, ni tendría ningún sentido, ni pedagógicamente ni desde el plano artístico. Hay poco, y son muchos… y los atrezzos se simplifican, se apañan y, si se pueden fabricar a mano, o reciclar atrezzos existentes ya, mejor que mejor.

Pero mañana vamos al Álvarez Quintero (puntero, puntero), convidados por otros compañeros de otra Compañía de Psicodanza, y hacía tiempo que queríamos darle un poco de color y de vistosidad al baile… Y dicen que la ocasión la pintan calva. Cuando te mira la diosa fortuna, en forma de providencial papel moneda, no puedes “dejarlo para luego”. Para luego, lo necesitarán otros, y ya no habrá ocasión ni opción de mejora.

Y así es que llevo una semana y pico de tienda en tienda, buscando telas, buscando lazos, cintas al bies, lentejuelas de colores, entretela... para hacer un milagro sobre el milagro.

Jornadas interminables, desde las seis y media de la mañana que salgo de mi casa hacia el trabajo hasta la hora en que Dios quisiera que encontrara lo que buscaba, y si no lo encontraba, había que dejar lo que fuera al día siguiente, de trabajo, de lo tuyo o de lo ajeno, porque esto urgía, y había que encontrarlo.

Haciendo bocetos en cualquier sitio, comiendo lo que podía, cuando podía y donde podía (adaptabilidad franciscana: comía como vestía y vestía como podía), faltando a las clases de la carrera de Danza, a las de Contemporáneo, a la reunión de la priostía de la Pastora, a las sesiones de electroterapia para la tendinitis del hombro… y postergándolo todo: viajes, compras, limpiezas a fondo, visitas a la biblioteca, reuniones de la tertulia literaria… TODO.

Al principio se te hace un mundo dejar de pensar y centrarte en ti, en tus responsabilidades, tus problemas, tus necesidades y tu manera de llevar las cosas “a tu manera”. Te sientes agobiada, asfixiada por la circunstancia y desplazada por la urgencia de cosas que nunca son para ti.

Pero, al cabo de un tiempo, merece la pena.

Como mi compañero de fatigas, creo que estoy aprendiendo a escapar del mundanal ruido de una sociedad que a mí también me da tres patadas en las costillas, aunque en no pocas ocasiones me encuentre aprisionada en la tela de araña de sus vanidades.

Una sociedad digital donde todos tenemos que tragar con ser o unos o ceros, para que al de al lado le suene todo de p.ost m.eridian. Una sociedad en que vales lo que crematísticamente puedan ganar contigo o a tu costa, y existes solo cuando a la sociedad le conviene y en la manera en que le conviene.

Hoy en día no se esconden las diferencias. Se ignoran, que es peor. Se camuflan, o simplemente se pasa de ellas. De las diferencias y de las personas que la tienen. Lo sé por experiencia. Lo he vivido mil veces en primera persona.

Quería ir a Jerez el pasado Sábado. Tenía que hacerlo para buscar un zapato de baile a la medida de mis cansados y maltrechos pies. Mis pies son la historia de otro milagro, si es que al amor, a la vocación, y a la providencia, se les puede llamar así. Nunca llegaré a saber cómo me enamoré de la Danza teniendo unos pies tan deformes, tan anchísimos y tan sensibles que cualquier cosa me hace polvo si no la planta, los dedos, si no el talón, si no el tobillo y si no el pie entero. El caso es que, con el pie tan difícil, me tengo que probar el zapato antes de llevármelo. En Sevilla no existe en almacén ninguno de los modelos del ancho, altura y largo que a mí, supuestamente, me hacen falta. Se vende poco, con lo cuál no se trae, y si se trae se trae apalabrado.

De camino, pensaba hacer algo de turismo. Caminar por las calles de Jerez y, ¿por qué no?, escuchar a Javier Ruibal y a Glazz en directo, que tocaban el pasado Sábado por aquellos lares.

Pero no… no fue el fin de semana pasado, porque el fin de semana pasado me lo pasé entero buscando telas para el traje de egipcio y corales para el Zorongo Gitano, que lo interpretan otros dos chavales de la Compañía.

Sigo sin poder ocuparme de encontrar unas zapatillas de punta, y de comprar ese maillot, de arreglar el cuarto del ordenador y el dormitorio, y de hacer limpieza en el ordenador.

Pero merece la pena.

Hoy mi cuerpo ya no da para más. A última hora de la tarde se terminaron los últimos retoques del traje de egipcio. La falda del Zorongo estaba cosida desde ayer. La pobre mía está ya más vencida que mi corazón, pero una noche más saldrá a escena y hará el apaño. Quedé en ir al centro a buscar unas licras, pero no me ha dado tiempo. Quizá mañana, en vez de buscar mis zapatillas de punta y un modelito para que no se me caigan las manos el Domingo de Ramos.

Vuelvo a casa. Estoy derrotada. Pero ya todo está preparado. Se hizo el milagro… de nuevo. Siempre pensé que la Danza, cuando nace en el alma, y cuando se expande por el viento, tiene algo de sobrenatural, de milagro.

Y sé que no habría habido milagro si no fuera por unas cuántas compañeras. Unas, han montado el traje en tres días, y en una semana de vértigo. Otras han tomado las riendas de las labores organizativas. Y otras han tranquilizado a los chavales (y a la coreógrafa de los chavales) contando chistes cuando los ensayos se hacían penosos y cansinos, y mis ojos parecían salirse de las órbitas, ya por el cansancio, ya por los nervios.

Más allá de San Isidoro del Campo, sé que está todo lo demás. El mundo que rechaza mi compañero autista. El de las academias de baile carísimas repletas de niñas bien que bailan por pasar el rato y de paso -de paso- se sacan la carrera de Danza, como el que se bebe una cerveza en el Gambrinus… por pasar el rato con la amigueta de turno. El de las puertas cerradas. El de las medias sonrisas y las palabras vacías en tibio tono de contestador automático. El de las palmaditas en la espalda. El del “vuelva usted mañana”. El de las monas que se disfrazan de seda o las disfrazan de seda. El mundo alineado y alienado en que pretende engarzarnos la sociedad en que nos ha tocado vivir.

La superficialidad de un ambiente al que quise pertenecer un día por amor a la Danza, y que con el tiempo y las vivencias adquiridas, se fue desnudando ante mí para dejar al aire sus vergüenzas, sus juegos de poder y su maquillado vacío de valores y, sobre todo, de materia sensible, de humanidad, de persona.

Un mundo al que le falta danza, Danza pura, locura del alma, y le sobran estrategias de poder y mercadeo de voluntades.

Un mundo en que siempre he sido una extraña. La rara. El mundo de la gente segura de sí misma que consigue lo que quiere cuando quiere, y maneja el cosmos que le rodea a golpe de bolsillo y de “porque sí, porque yo lo mando, que estaba antes que tú”. Lo maneja, o al menos, lo cree manejar.

Camino lentamente. Me he quedado dormida en el viajero de Santiponce. Debo de tener una estampa bastante rara, quizá de persona poco recomendable, de quinquilla o de “tocada”. Por algún sitio me tiene que salir la beta bohemia de los artistas.

Saco mi MP4, me coloco los pinganillos y me pongo a escuchar música. Desconecto. ¿Por qué será que siempre abre por algún tema de Alameda?. Suenan los “platillos volantes” del principio de Urbana, princesa en flor.

… Mira: la luna cambió.

Mi luna cambió de cuarto.

El azahar ha roto un año más en mi ciudad. Sevilla está repleta de flores blancas.

Mañana, mientras Fray Ricardo esté engarzando poemas y alabanzas a mi Divina Pastora de San Antonio, yo estaré en el Álvarez Quintero, con mi Compañía, con tres de mis bailarines.

Uno de ellos, estrena indumentaria.

Horas de ensayo, noches casi en vela, y unos nervios que me comen viva. Frustraciones, desengaños, luchas y combates. Ramalazos bohemios de la que nunca quise dejar de ser.

Besos, abrazos, mucha mierda.

La suerte está echada. Ahora sólo queda que ellos salgan a bailar y que Dios reparta suertes.

Entre bambalinas, volveré a musitar el “Salve, Fuente de la vida” y el principio de la Consagración Calasancia.



Merece la pena.



Gracias, Manuel, porque probablemente sin darte cuenta, me terminaste de convencer de lo que estaba haciendo con las tres palabras que encabezan la entrada: Merece la pena.

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